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viernes, 4 de octubre de 2013

Entre la fama y la “fame”.



Uno de los riesgos que conlleva haber reabierto Ven y enloquece es quedarme atrapado en un bucle de reescritura de sus textos.
Llevo un tiempo confeccionando una antología de los textos que escribí para el primer volumen de este blog. He tenido que volver a empezar, pues el criterio de selección que había seguido no me acababa de convencer. Durante el pasado fin de semana me he centrado en releer mis fantasías sobre King Kong; lo que me ha posibilitado corregir despistes creativos y faltas de ortografía presentes en ellas. También he acabado cayendo en la tentación de reescribir parte de los capítulos.

En la tarde de ayer jueves, de la que pasaba frente a una bombonería, me quedé clavado frente a su espejo, cual Correcaminos ante el Coyote. Aunque a esas horas ya sentía hambre y mi mala fama habla de que nunca rechazo una tentación dulce, no me detuve porque se me hiciera la boca agua ante un bombón o una escaparatista.
Me llamó la atención el cuidado cariño que el escaparate mostraba hacia la figura de King Kong; y más en un momento en el que –tras reabrir Ven y enloquece– ando balanceándome junto al gran simio.
Aquí os dejo la nueva versión del que (me parece que) es el texto donde más hablo yo y menos mi personaje, a la hora de escribir sobre Kong.




La ventaja que tienen los mitos sobre las leyendas es su atemporalidad y su carácter apátrida. Culturas y épocas opuestas, coinciden en presentar figuras y retratos miméticos que confirman que el secreto de la creación artística no está en lo narrado, sino en el arte de narrar.
Relatos como el de King Kong no deben su presencia imborrable en nuestro imaginario a su innovación narrativa. Ya que su argumento no deja de ser una revisitación de la fábula de “La bella y La bestia”, que a su vez podemos encontrar esbozada en ese canon imaginativo llamado “La Biblia”.
El paso de personaje ficción a mito de pasión, se sostiene en la exaltación con que ha sido revivido por cada espectador/recreador a lo largo de los 80 años pasados desde que se desplomó del Empire State. A estas alturas, todos sabemos que Kong no murió tras la caída, sino que mora en la pequeña parcela donde late nuestro corazón en La isla de La Calavera.
En mi caso, siempre me ha atraído la pureza instintiva del gran simio, a la vez que me he identificado con su sacrificio trágico por una pasión absurda, la cual en la versión de Peter Jackson se convierte en amor loco, que lleva a Kong a preferir morir en la cúspide de su delirio a vivir cuerdo.
Lo que convierte en mito al antropoide, no es su descomunal tamaño ni su fuerza indómita. Es su debilidad ante el amor. Amor que él se empeña en encontrar en lo que es una mera sucesión de encuentros forzados.
Su carácter trágico viene de que, sabiendo que le esperaba la autoinmolación, se empeña en proteger a la que sólo se siente amenazada en su presencia. Se empeñó en amar a la que ya amaba a otro, y únicamente se sentía atraída por su majestuosidad salvaje.
Su determinación, no el engaño de una mujer, fue lo que lo llevó a trepar a la azotea del Empire State. Prefirió autoinmolarse ante ella, a vivir en un mundo donde no volvería a oler su piel. Al final, su desmesurado egocentrismo empequeñeció ante una realidad: hay que querer a quien te quiere.

Gracias.

1 comentario:

Gracias por tu lectura comentada.

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