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jueves, 19 de agosto de 2010

¿De qué sirven las palabras?

Hay personas que pecamos de exteriorizar en exceso, al igual que otras se extreman en acumular silencios. En lo que todos confluimos al mojarnos en los ríos de la vida que van al hablar, es en el morir en un mar de palabras dichas a destiempo.
Creo firmemente que la culpa de esta arritmia versicular la tiene la Educación Reglada Obligatoria. Al igual de que también la tiene de nuestra apatía lectora, de nuestra inoperancia en idiomas extranjeros o de que se cuenten con los dedos de una mano los que usan el logaritmo neperiano.
Al culpar a los culpables, no sólo me estoy refiriendo a los que nos aleccionan, aleccionaron y aleccionarán en la tendencia de interrumpir al que habla, o de azuzar al que escucha —“¡MjoS, calla que me tienes loca!. A ver, tú, la de la cara llena de granos, que estás muy callada. ¿Cuál es la capital de Zululandia?. Si no la sabes, tus compañeros copiarán 4.637 veces la lista de Los reyes tontos”—. También me estoy refiriendo a los reglamentados que embrollan, embrollaron y enredarán a sus alumnos con cacatúas. Y es que hay mucho rompetechos suelto por los aularios.
Todos hemos sufrido a profesores cuyas desenseñanzas provocan avalanchas de lo deshablado. Hablo de esos docentes indecentes que no buscan, buscaron, ni buscarán que sus alumnos asimilen conceptos, reflexionen sobre ellos y los apliquen a un análisis práctico. No, para estos morfosintácticos lo práctico en sus análisis es buscar la forma de trabajar un poco y cobrar un mucho. Insisten en que vomitemos sobre un folio los conceptos que nos obligan a tragar. En que devolvamos de golpe lo que se nos quedó prendido por alfileres; y en que luego lo olvidemos. Para así poder volver con su burrería al trigo de quién era Don Rodrigo (de Vivar), o qué es un higo (de los chumbos).
Que eso de asimilar enseñanzas nos llevaría a mejorar; y a ellos no les pagan por ser médicos, aunque algunos sean doctores.
Por lo tanto, y como esto de la vida es un continuo aprendizaje, es lógico que sean legión los que callan, a la espera de que llegue esa prueba ante la que decir todo lo que desaprueban en el otro. El problema de esta charlatanería abrupta es que suele llevar al exabrupto. Y decimos mal lo nunca dicho, que es percibido como maldiciones por los oídos no duchos.
Soy lenguaraz, charlatán y berborréico. Sé que atrono y canso, pues hablo cuando debería callar o escuchar. Soy un hiperactivo con déficit de atención. Ése es mi trastorno.
Eres silenciosa, sosegada, muda salvo en la risa. Pero, como fuiste buena estudiante, imagino que ves la vida como un examen incesante. Ése es tu desajuste.
Las palabras aceleradas se te atragantaron, y se convirtieron en tropezones. Ninguno es perfecto. Y menos en esos momentos en los que hacemos nuestro el “no me chilles que no te veo”.
¿De qué sirven las palabras? ¿Para hacer daño a los que queremos?

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