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lunes, 25 de octubre de 2010

A Basil Hallward, con afecto I


Hay veces en que nuestra percepción de la Realidad está impregnada de una sensación de Irrealidad. Cuando lo idealizado se convierte en tangible, lo rechazamos por ilusorio. De ahí que haya relaciones que clausuramos en la inexistencia, lugares que sólo queremos visitar en fotografía y sabores que únicamente nos hacen salibar frente al televisor. El cineasta David Lynch logra transmitir esa sensación de caos dentro del orden, de fealdad bajo la belleza, de falsedad tras lo fidedigno. El arranque de su película Terciopelo Azul (1986) es uno de esos momentos imborrables en mi memoria. Perdurable tal y como lo evoco; pues, probablemente, mi recuerdo falsee la realidad de esa obra de ficción.
Quizás somos como los demás nos creen ver y no como nosotros nos sentimos; al igual que las vivencias son tal y como las recordamos, no como las vivimos. Incluso al compartir esas evocaciones con quien las convivimos, solemos descubrir que sus recuerdos no son parecidos. Como mucho, similares; habitualmente disímiles. Compartimos situaciones, pero no los sentimientos asociados a esas experiencias.
Es en ese momento de enfrentarnos a la distorsión evocativa cuando nuestras inseguridades pueden convertir las variables del caos en monstruos. “¿Cómo pude confundir un roce con una caricia?, ¿Qué me llevó a entender su ‘hasta luego’ como un ‘hasta pronto’? ¡Soy un esternocleido! ¡Parezco un mastoideo!”
Vemos nuestro brillo de vida —ese atrevernos a compartir— como un centelleo de luces de bohémia con reflejo esperpéntico. Destruimos a balazos de rencor los espejos que nos reflejan deformados por los sentimientos. No queremos ser así. Tememos ser señalados como hombres elefantes en el circo de tres pistas sociales. Nos maquillamos como payasos, nos disfrazamos de prestidigitadores o incluso nos creemos maestros de ceremonias ajenas. Invocando el “YO en tu lugar…”, “Si a MÍ me dicen eso…”, “TÚ lo que tienes que hacer…”, buscamos llevar nuestra feria de rarezas a ciudades ajenas, como la Mary Henry que protagoniza El carnaval de las almas (Herek Harvey, 1962).
Yo también fui un hombre lobo adolescente; y ahora soy un narciso frente a mi decrepitud física, que teme que sus actos reflejen su degradación moral. De ahí que, al igual que Dorian Gray, tupa mis recuerdos con ensoñaciones. Por eso, como John Merrick, encapucho mi rostro frente al prejuicio ajeno. Hay veces en que, por pensar pienso que ser uno más me ayudará más a ser yo mismo.
Problemas del bifrontismo. Me veo como el otro, cuando en realidad entre los dos formamos mi yo. Pero NO, yo NO soy él. NO soy un animal. NO soy un monstruo. Él es aburrido, previsible y obsesivo. Él es el Capitán Garfio. Él es mJoS. Yo soy eternamente joven y divertido. Yo soy Peter Pan. ¡Yo soy Nino!
Pero no hay dos sin tres. Y aquí llega y saluda Marze. Mi tercero en concordia.

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