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martes, 24 de enero de 2012

El laberinto del ninotauro


Quizá ahora que están dificultando el intercambio de archivos informáticos, ha llegado el momento de compartir confidencias. Aquí va una: Me gustaría ganarme la vida escribiendo.

He acabado un libro –ilustrado por Lucía Alonso– que estoy empezando a presentar a diferentes editoriales. Obviamente, espero que la publicación de la obra me reporte un dinero que me anime a seguir escribiendo. La musa de la inspiración puede ser gratuita, pero la “gusa” de la alimentación cuesta dinero. Y soy tan vulgar que necesito comer a diario, para así poder alimentar mis apetitos creativos.
No espero firmar un contrato millonario, ni figurar en la lista de los escritores más vendidos. Pero sí que cada lector se sienta animado a releer nuestro libro y a recomendar su lectura. Uno no crea por dinero, sino por necesidad. Aunque hay necesidades más perentorias que la de escribir.
Existen sociedades ágrafas que acumulan siglos de Historia. La historia de un creador famélico es de muy breve recorrido, pues éste acaba engañando su hambre creativa con un plato de lentejas laborales.

Lucía Alonso y yo hemos acabado un libro. Obra que aparecerá publicada con sus derechos de autor protegidos. Lo cual me lleva a volver a adentrarme en el laberinto de contradicciones que conlleva mi paseo por la vida: Defiendo mi autoría, pero no respeto la ajena.

Como no pago por acceder a Internet, me las arreglo para que otros compartan involuntariamente su señal. Gracias a que me tomo prestado lo que no se me ofrece, leo mi correo electrónico, busco empleo, ojeo webs y actualizo este blog. También descargo archivos.
Lo precario de mi acceso me impide liberar al acumulador que hay en mí. Aunque cada semana algún nuevo cómic, revista o contiendo audiovisual acaba incorporándose a mi botín electrónico. Todo ese material tiene autores que, como yo, esperan que su trabajo les reporte unos ingresos.

No presto atención a las realidades ajenas. Las paredes de mi laberinto me impiden ver lo que no quiero ver. Con cada piedra que me encuentro en mi camino personal voy construyendo mi muro defensivo. Yo no quiero que cierren videoclubs ni editoriales. Yo no quiero que los escritores trabajen de escribanos. Yo sólo quiero aquello que se publicita y no puedo comprar. La culpa de mis sisas es de los especuladores culturales. ¡Ellos me obligan a hacerlo!

Ahora no estoy solo en mi laberinto. He llegado a una encrucijada en la que confluyen pasillos de otros meandros. Resuenan voces que denuncian los abusos de La Armada Cultural, que navega a toda vela gracias a las condenas a galeras a las que somete a los creadores.
Los editores, los promotores y los productores son unos facinerosos, que cuentan con patente de corso para cazarnos tras denostarnos como piratas, cuando sólo somos hermanos de la costa libertaria. ¡La Industria es el Capitán Morgan, nosotros la tripulación de El cisne negro!

Pero no es así. La vida no es en blanco y negro, está llena de matices.
Me llama la atención la persistencia de mis compañeros en que La Cultura sea gratuita. ¿También la querrán arbitraria y sin fundamento? Yo pienso que lo que debe ser gratis son el pan y la sal, los mimos y las caricias. La cultura debe ser popular y barata, que no mala. El creador deber ver garantizado su derecho a ganarse la vida con dignidad, no viviendo de limosnas institucionales.

Me descubro hablando en voz alta y mis camaradas empiezan a mirarme. Les digo que no entiendo que un escritor no pueda aspirar a ganar dinero escribiendo un libro, pero sí una profesora que comenta libros ajenos o un bibliotecario que los clasifica.
Con nuestros abordajes estamos hundiendo pequeñas naves, patroneadas por mercaderes modestos y tripuladas por algunos de nuestros iguales que, tras sobrevivir al naufragio, se convertirán en marineros en tierra y no volverán a navegar por los mares de los sueños.

Varios de mis camaradas me lanzan andanadas de descalificaciones antes de alejarse. Otros, simplemente continúan su singladura. Yo, varado en la arena de mis contradicciones, vuelvo a mi laberinto. Sigo buscando en él al monstruo de La Industria que se alimenta de la carne de los creadores. Quiero derrotarlo. Me veo como Teseo en su enfrentamiento con El Minotauro. No me doy cuenta de que La Industria vive lejos –en un palacio de privilegios– y ha logrado que muchos deambulemos por laberintos sin salida.

Me detengo en mi caminar. Comprendo que las contradicciones forman parte de la vida y que no debo dejar que me atrapen ni me aíslen. Quizá ha llegado el momento de desandar lo andado y regresar junto a Ariadna.
Lucía Alonso y yo hemos acabado un libro. Ojalá llegues a leerlo.
Nino Ortea

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