Ahora que soy viejo es cuando más entiendo mi niñez. Mi omnipresente desarraigo social actual ya se daba entonces, resultante de mis limitaciones y de las imposiciones públicas.
Durante nueve años asistí a un colegio público, en aulas que compartí con alumnos que han llegado a maestros en el ejercicio de funciones representativas (como un ‘vicepresidente primero del Congreso de los Diputados’ o un ' rector de la Universidad de Oviedo’) o que, al menos, viven la vida adulta que las estadísticas preconizan para una persona normal. No es mi caso, ni lo fue nunca: siempre he sido anormal.
Ya en el colegio mostraba maneras. A mi despiste intelectual, torpeza física o desinterés competitivo se unían mi incumplimiento de las obligaciones de todo alumno: no prestaba atención a los maestros, no rivalizaba con mis compañeros y no disfrutaba en el colegio.
Odiaba la escuela.
El mío era un odio visceral: me enfermaba hacer como me decían lo que me imponían. Odio que me llevaba a enfermar físicamente: psicomatizaba mi malestar anímico en malestares de salud. Odio que no resultaba del miedo o el sufrimiento: no recuerdo haber sido acosado por mis compañeros; y los profesores me trataban como ‘tonto’, por lo que habitualmente sus castigos no eran carnales, sino escarnios –ridiculizarme, marginarme, aislarme…–. Me llevé algún bofetón de maestros frustrados o alcoholizados, recibí algún golpe de compañeros frustrados o encolerizados
La etapa de formación escolar no deformó mis peculiaridades, forjó mi anormalidad: no me fascina el poder y desprecio las figuras autoritarias. Por eso, cuando una persona autoritaria ocupa un cargo poderoso mi reacción es simple, casi infantil: crees que mandas en todos, pero en mí no mandas.
Y mi primera reacción es la que más les duele: silenciar su nombre. Tendrán torres a su nombre, gozarán de privilegios por su nombre… pero no lograrán que cacaree su nombre.
¡Gloria a Ucrania!