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Mis mejores deseos para ti y los tuyos, amable leyente, ahora y siempre

domingo, 31 de agosto de 2014

Uno ya no es el que fue



¡Qué tiempos aquellos en los que estrené mi primer chándal! Me creía Roqui. No, el marciano no, el estaloniano.
Yo le había insistido y persistido a mi paciente madre para que me comprara un conjunto amarillo. Pero no del color del tractor, sino como el pijama que lucía Brusli en la peli Juego con la muerte. A tal fin había hecho campaña junto a mi geiperman enmonado en ocre, a cuyo uniforme le había pegado unas tiras de cinta aislante negra, para convencer a mi reticente madrescente de aquello de que el amarillo era mi color.

Una vez más fui un pionero, un vanguardista, un dadaista… Luego vendrían Los Simpson, Raichu y Umazurman; pero entonces sólo mi geipermán y yo revindicábamos la elegancia de la discrepancia del lucir en un amarillo tan chillón como mis gritos caprichosos.

Aunque con mi madre no había tu tía que valiera cuando decidía algo por el bien de sus bienqueridos. Y –quizás porque se acordaba de aquella vez en que yo había rotulado con un carioca negro un anorak azul, para que así se pareciera más al del capitán Martinlandau de la teleserie Espacio 1999– en su precaución optó por comprarme un chándal de algodón gris. Imagino que sería pensando que el negro de mi rotulador iba mejor con el gris del tejido.

sábado, 30 de agosto de 2014

Uno ya no es el que fue II




Con aquella facha, y en plena Transición de un gobierno idem, no solo estrenaba indumentaria, también me iniciaba en Secundaria –aunque apenas llevara un rato como alumno primero de Bachillerato– y en eso de ir a clases de Gimnasia. A mis 14 años acumulaba 168 meses de vida alejada del esfuerzo físico, pues en mis 9 cursos de colegio nunca había hecho más ejercicio que el de escapar de bravucones y alejarme de profesores –quizá mis jovellanistas maestros también pensaban que correr es de cobardes–.


Lo dicho, allí estaba yo en septiembre de 1979 ante mi primera vez y, por vez primera, rodeado de compañeras. No sé qué tenían sus perjúmenes, pero era verlas y sulibellarme. Los primeros días de clase quizá me faltó física, pero me sobró educación: “Tú primero”. “Pasa, pasa, que yo soy muy lento”.
Recuerdo que en una clase el ejercicio consistía en ascender a pulso por una cuerda hasta el techo. Primero los musculitos, luego los normalitos. Ellas mirando y yo rezando –la verdad es que nunca entendí por qué suspendía Religión, con la de veces en que confié en aprobar un examen por gracia divina o en que el arcángel San Gabriel me salvara, a sangre y fuego, de mis entuertos–.

Como al final todo acaba llegando, menos los arcángeles, también me llegó el turno de funambulear con aquella maroma de cuerda y no con alguna de carne. La clase sentada en círculo y yo allí, escupiéndome las manos con la intensidad del que quiere llenar una piscina. Me agarro. Intento encaramarme. Y proyecto en público mi vértigo. No cuela. Al profe no le gustaban las pelis de Jiscock, sino las de Yoniguismuler.
–“¡Ortea, venga, suba! ¡Trepe por la cuerda!
–“Oiga… ¿usted que se cree que soy Tarzán “pasubir” hasta ahí?

Silencio. Aquello más que un gimnasio con adolescentes parecía un confesionario de impenitentes.
San Gabriel no aparecía y en clase de gimnasia correr no era la solución, sino un ejercicio, por lo que me quedé agarrado a aquella cuerda como ahora lo estoy a tu recuerdo.

El profe me miró conteniendo una carcajada. Me alargó la carpeta que contenía el listado de alumnos y actividades a realizar.
–“A partir de ahora eres mi ayudante. Vamos hasta la cafetería y te lo explico”.
Aquél día fue el comienzo de una gran amistad. El vestía de azul y yo de gris. A falta de San Gabriel se me aparecieron San Miguel y Don Simón.
Fueron 2 años de paz. Luego conocí a Gloria.

sábado, 23 de agosto de 2014

Kong (re)vive: Lentos despertares

¡Kong (re)vive!
Un cuento (re)contado por Nino Ortea
Capítulo II
Lentos despertares
Hola, este relato forma parte de la antología «Nada ha sido probado», disponible en Amazon por 0,99 €.


Gracias.


Kong observando disimuladamente el lento despertar de Kon(g)chita.
 

miércoles, 20 de agosto de 2014

Cést si bon! (reprise) II



Mi hermana, buena estudiante ella, podía disfrutar para mi envidia en libertad de las mañanas. Se unía a los lugareños en sus quehaceres agroganaderos —a nuestros ojos, gestas extraordinarias— o a alguna otra familia de turistas en sus excursiones. 


Mientras ella se aireaba, yo permanecía enclaustrado, en la que quizás sea la época en la que más cercano me he sentido a la Religión. Por eso de rezar cada mañana por que llegara “La hora del Ángelus” y en cuanto daban las doce, triunfaba en mis trece de salir de mi retiro. Aunque, siendo sincero, mi arresto era de tercer grado. Pues el sonido del claxon que los vendedores ambulantes usaban como reclamo, “estampidaba” mis breves escapadas junto a mi madre. Unos días a comprar fruta, otros carne y algunos pescado.

Llegado el mediodía, no tardaba medio minuto en subirme a mi bici y ponerme a pedalear, no fuera a ser que mamá cambiara de idea y me mandara quedarme a rehacer lo mal escrito y peor estudiado.
En mi bici, unas veces cabalgaba por las praderas del lejano oeste y otras por las llanuras de la Europa medieval. Las lagartijas se transmutaban en dragones y mi tirachinas en arco. Por esos campos de Cudillero cruzaba sin marearme los mares de la imaginación al rumbo del reloj de la iglesia que, cada media hora, marcaba mi vuelta al puerto de mi casa. Donde al viento del apremio, lanzaba puntualmente salvas de voces con las que avisaba a mi madre de que estaba sano y salvo.


Ahora, el viento me avisa de que me conviene acompasar el  disfrute y la creación. Hoy es 20 de agosto de 2014. Estoy en Gijón. Y recordar mi niñez no me impide buscar el olvido.

martes, 12 de agosto de 2014

Cést si bon! (reprise) I



   Cést si bon!, es lo que malescribimos los falsos afrancesados cuando algo nos deja verdaderamente maravillados.


   No sé cómo apalabrar las sensaciones que me deja este verano que para mí terminó ayer, pese a quedarle más de un mes de persistencia en el calendario. Hoy empiezo a seguir mejorando mi novela Buscando el olvido, a retomar la escritura de un artículo sobre Luis Gasca, a practicar, aprender y disfrutar tanto de la Vida como de la Literatura. A dejarme sorprender e inspirar por un agosto no mediado que me activa como septiembre.
Sin silbidos ni palmas, mudos de pitos y flautas, estos dos meses han resonado a la melodía de palabras como las compartidas sin censuras con Verónica. Gracias. Y contigo, Toni; pocas cosas me reconfortan más que el saber que desde allí te tengo aquí.

   Quizás por despertarme desnudo de excesos y agasajos, me he arropado de añoranzas refrescantes de mi infancia. De alguna manera, este verano —que me pilla ya casi cincuentón— me ha vuelto setentero. Y a falta de pantalones de campana y camisas de tergal, me he puesto a bailar el bimbó de los recuerdos de un período de música en comediscos, en el que el paso de una semana a otro en mi corretear en semidesnudez al Sol, venía marcado por el ritmo de las llegadas de mi padre en su “dos caballos”.
Los viernes tarde papá se acercaba a nuestra arcadia vacacional —con su suministro de tebeos y juguetes— desde un Gijón tan lejano como el Thule que añoraba El capitán Trueno. Sin pasar nada extraordinario, cada día era algo único, al igual que el siguiente o el anterior. Días ralentizados en su desperece por la breve rutina de unas mañanas. En las que, al diapasón del completar los ejercicios a entregar en septiembre y el estudiar en voz alta para que mi madre oyera que no estaba leyendo un cuento, mi ritmo se aceleraba al ritmo del “¿Puedo salir ya?” con el que me acercaba a mamá con más curiosidad de la que nunca me ha despertado ningún otro saber.


Ella me dejaba quedarme a su lado, colando la leche hervida, doblando la ropa destendida o tarareándole alguna canción que sonara en el programa Protagonistas.

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