A estas alturas de mi insomnio, mi duda sistemática no se aplica a razonar si pienso o existo; eso lo descarto por metódico. Ni me devaneo en mis vaivenes entre la incertidumbre de si soy o no soy, pues para esas dudas… simplemente, no estoy.
Ahora que el sueño es mi dueño, y que mi ensueño me lleva a falsearte como remanso, me pregunto si soy lo que creo o soy un creído.
Me habréis leído en más de una ocasión asegurando eso de que “Nino Ortea no existe”, que él es uno de mis múltiples heterónimos; que ese sobrenombre identifica a un sin-nombre que me inventé para falsear mi pasado y fantasear mi presente…
El caso es que me estoy empezando a plantear que puede que el que no exista sea yo, o que quien creía que era nunca fuera.
Mientras que a muchas personas les gusta sentir la seguridad de pertenecer a un grupo —de una red social a un enredo sindical—; o sentirse especiales, y sin haber leído a Tom Wolfe se creen elegidos para la gloria—desde Juan Carlos a Benedicto, y de ahí su regusto a por el plural mayestático—; yo me creía Marcelino Ortea, y para los pronominales mi, me, conmigo, había inventado los alter egos de iNino, Mar-ce-li-no-jo-sé y Nino Ortea.
Así, no sólo nunca me sentiría solo; si no que solamente necesitaba solicitar la presencia de uno de mis sobrenombres para solucionar mis soledades.
Sin entrar en muchos detalles —que luego me desoriento y convierto mis reflexiones en laberintos— debo reconocer que mi más preciada creación, lo más cercano que nunca he tenido a un hijo, es mi personaje de Nino Ortea.
Cual Gepetto, me gusta tallar figuras con mis palabras e insuflarles vida con mis ilusiones. A falta de madera —que aunque haya sido un pirata malo, no tengo ninguna pata de palo— me baso en experiencias ajenas y propias para repujar escenarios ficticios recubiertos del barniz de la realidad. Un poco de esto, un algo de eso, sombra aquí, sombra allá, unos polvos mágicos y, a falta de conejo, saco un personaje de mi chistera.
En el caso del asombrosamente menguante Nino Ortea, su nombre es resultado de la nada original conjunción de mi mote materno con mi apellido paterno. Su idiosincrasia, vita operandi y modus vivendi son un mero juego de espejos y humo, articulado sobre las fallidas percepciones de quienes creen conocerme bien, y como mucho me prejuzgan por mis apariencias o sus carencias.
Del King Kong virulento con que me animalizan quienes me violentan, al Peter Pan irredento con el que fantasean las Wendys que me niegan. Del pendón irredento —al que aún ayer calificaron como enamorador de damas de alta cuna y enamorado de lozanas de baja cama— al llorón irredento que se queja del desamor de la que nunca lo quiso, hay una diferencia basada en un latido de corazón al compás o a destiempo. Soy el mismo. Lo que varía es la percepción ajena.