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¡Y es que me meto en cada jardín!

martes, 26 de mayo de 2009

Ni siquiera un beso 1 d 2



A estas alturas de mi insomnio, mi duda sistemática no se aplica a razonar si pienso o existo; eso lo descarto por metódico. Ni me devaneo en mis vaivenes entre la incertidumbre de si soy o no soy, pues para esas dudas… simplemente, no estoy.

Ahora que el sueño es mi dueño, y que mi ensueño me lleva a falsearte como remanso, me pregunto si soy lo que creo o soy un creído.

Me habréis leído en más de una ocasión asegurando eso de que “Nino Ortea no existe”, que él es uno de mis múltiples heterónimos; que ese sobrenombre identifica a un sin-nombre que me inventé para falsear mi pasado y fantasear mi presente…

El caso es que me estoy empezando a plantear que puede que el que no exista sea yo, o que quien creía que era nunca fuera.

Mientras que a muchas personas les gusta sentir la seguridad de pertenecer a un grupo —de una red social a un enredo sindical—; o sentirse especiales, y sin haber leído a Tom Wolfe se creen elegidos para la gloria—desde Juan Carlos a Benedicto, y de ahí su regusto a por el plural mayestático—; yo me creía Marcelino Ortea, y para los pronominales mi, me, conmigo, había inventado los alter egos de iNino, Mar-ce-li-no-jo-sé y Nino Ortea.

Así, no sólo nunca me sentiría solo; si no que solamente necesitaba solicitar la presencia de uno de mis sobrenombres para solucionar mis soledades.

Sin entrar en muchos detalles —que luego me desoriento y convierto mis reflexiones en laberintos— debo reconocer que mi más preciada creación, lo más cercano que nunca he tenido a un hijo, es mi personaje de Nino Ortea.

Cual Gepetto, me gusta tallar figuras con mis palabras e insuflarles vida con mis ilusiones. A falta de madera —que aunque haya sido un pirata malo, no tengo ninguna pata de palo— me baso en experiencias ajenas y propias para repujar escenarios ficticios recubiertos del barniz de la realidad. Un poco de esto, un algo de eso, sombra aquí, sombra allá, unos polvos mágicos y, a falta de conejo, saco un personaje de mi chistera.

En el caso del asombrosamente menguante Nino Ortea, su nombre es resultado de la nada original conjunción de mi mote materno con mi apellido paterno. Su idiosincrasia, vita operandi y modus vivendi son un mero juego de espejos y humo, articulado sobre las fallidas percepciones de quienes creen conocerme bien, y como mucho me prejuzgan por mis apariencias o sus carencias.

Del King Kong virulento con que me animalizan quienes me violentan, al Peter Pan irredento con el que fantasean las Wendys que me niegan. Del pendón irredento —al que aún ayer calificaron como enamorador de damas de alta cuna y enamorado de lozanas de baja cama— al llorón irredento que se queja del desamor de la que nunca lo quiso, hay una diferencia basada en un latido de corazón al compás o a destiempo. Soy el mismo. Lo que varía es la percepción ajena.





ADELANTE

Ni siquiera un beso 1 d 2





A estas alturas de mi insomnio, mi duda sistemática no se aplica a razonar si pienso o existo; eso lo descarto por metódico. Ni me devaneo en mis vaivenes entre la incertidumbre de si soy o no soy, pues para esas dudas… simplemente, no estoy.
Ahora que el sueño es mi dueño, y que mi ensueño me lleva a falsearte como remanso, me pregunto si soy lo que creo o soy un creído.
Me habréis leído en más de una ocasión asegurando eso de que “Nino Ortea no existe”, que él es uno de mis múltiples heterónimos; que ese sobrenombre identifica a un sin-nombre que me inventé para falsear mi pasado y fantasear mi presente…
El caso es que me estoy empezando a plantear que puede que el que no exista sea yo, o que quien creía que era nunca fuera.
Mientras que a muchas personas les gusta sentir la seguridad de pertenecer a un grupo —de una red social a un enredo sindical—; o sentirse especiales, y sin haber leído a Tom Wolfe se creen elegidos para la gloria—desde Juan Carlos a Benedicto, y de ahí su regusto a por el plural mayestático—; yo me creía Marrrrzelinor Hazel Pino, y para los pronominales mi, me, conmigo, había inventado los alter egos de iNino, Mar-ze-li-noh-Lo-sé y Nino Ortea.
Así, no sólo nunca me sentiría solo; si no que solamente necesitaba solicitar la presencia de uno de mis sobrenombres para solucionar mis soledades.
Sin entrar en muchos detalles —que luego me desoriento y convierto mis reflexiones en laberintos— debo reconocer que mi más preciada creación, lo más cercano que nunca he tenido a un hijo, es mi personaje de Nino Ortea.
Cual Gepetto, me gusta tallar figuras con mis palabras e insuflarles vida con mis ilusiones. A falta de madera —que aunque haya sido un pirata malo, no tengo ninguna pata de palo— me baso en experiencias ajenas y propias para repujar escenarios ficticios recubiertos del barniz de la realidad. Un poco de esto, un algo de eso, sombra aquí, sombra allá, unos polvos mágicos y, a falta de conejo, saco un personaje de mi chistera.
En el caso del asombrosamente menguante Nino Ortea, su nombre es resultado de la nada original conjunción de mi mote materno con mi apellido paterno. Su idiosincrasia, vita operandi y modus vivendi son un mero juego de espejos y humo, articulado sobre las fallidas percepciones de quienes creen conocerme bien, y como mucho me prejuzgan por mis apariencias o sus carencias.
Del King Kong virulento con que me animalizan quienes me violentan, al Peter Pan irredento con el que fantasean las Wendys que me niegan. Del pendón irredento —al que aún ayer calificaron como enamorador de damas de alta cuna y enamorado de lozanas de baja cama— al llorón irredento que se queja del desamor de la que nunca lo quiso, hay una diferencia basada en un latido de corazón al compás o a destiempo. Soy el mismo. Lo que varía es la percepción ajena.


Ni siquiera un beso 2 d 2



Como mucho, admito que —al igual que toda persona que no es simple— soy bifronte: cual Jano, tengo un componente Jeckyll y un comportamiento Hyde; pero siempre dejando claro que el bebedizo que me trastorna y transforma es el desdén ajeno.

Tal y cual cantó EL AFÓNICO ECLESIAL, tengo un poco de truhán, algo de señor; una profesión al orden que frena mi tendencia al caos. Infatigable cuando no perezoso, hago por dinero lo que no haría por cariño; pero sin buscar tener, sólo disfrutar. Alegre, melancólico, impulsivo, reposado, decadente e insolente. Así me describís, así me suponéis.

De ahí que resulte un galán tan ad hoc para cualquier situación: oportuno para todo, apropiado para nada.





A este corazón de ida y vuelta, revestido de un armazón reversible, decidí llamarlo Nino Ortea. Y como buen creador, he trasladado mi creación a la Realidad para comprobar su eficacia. En distancias cortas o en ciertas estancias, funciona; pero luego, pierde encanto y acaba revelando la mediocridad de su marionetista. Por eso, como necesitaba acallar su ineficacia, alcancé mi mayor logro: negar su existencia.

Fue sencillo, bastó recurrir a una verdad innegable: tal persona no existe ni en lo fiscal, ni en lo legal o lo natal.

Pero, últimamente me están llegando señales inequívocas de mi equivocación:

Una antigua compañera de facultad, con motivo de nuestro reencuentro en Facebook, me preguntó quién era ése Marcelino al que me referí con nombre completo y dos apellidos como seguro asistente a una cena. “Perdona, pero para mí tú eres Nino” fue lo que me dijo entre sonrisas para explicar el porqué había matado a mi autor.

Hace unos días, una antigua compañera de idiomas —tras haberme comentado que prefería el tono intimista que previamente desprendía este blog (gracias, Dana)— me afeó el que me autonombrara como Marcelino en vez de Nino, que según ella “es más chulo” —lista, como sólo puede serlo una mujer inteligente, dotó a la palabra “chulo” de una ambigüedad sugerente—.

Poco antes, mi amigo Jorge me había animado a que me dedicara por completo a intentar convertir mis ínfulas artísticas en realidades creativas. Entre otras cosas, aseguró que ya tenía un nombre muy literario: Nino Ortea. Curiosamente, cuando éramos sólo conocidos, Jorge me llamaba “Marcelino”; pero la amistad ha silenciado ese nombre.

En la reciente presentación del libro de un camarada, su interlocutor aseveró que la mejor forma de comprobar la popularidad de una persona, es introducir su nombre en un buscador de Internet. Y, narciso que soy, lo hice. Mientras que Nino aparece citado en otras voces, a Marcelino sólo lo invoco yo.

Según Internet, no estoy. De acuerdo a mis amigos, no soy. Así que, ahora que lo pienso, mejor me voy… acostumbrando a la idea de que soy mi mayor desconocido.





Y ahora, que comienzo a aceptar que es el otro, y no yo, quien vive lo que a mí me gustaría vivir, me gustaría dejaros con unas palabras que pertenecen a otro, pero que, al leerlas, hice mías.

A estas alturas de mi vida sé que todo lo que he vivido es muy hermoso y no me arrepiento de lo que sufría y amé con estos amores profundos en los que no hubo ni siquiera un BESO

(Fragmento del libro “Ni siquiera un beso”, escrito por Juan Alcalde.)





© marceNino Ortea Gijón, 26-V09

Ni siquiera un beso 2 d 2


Como mucho, admito que —al igual que toda persona que no es simple— soy bifronte: cual Jano, tengo un componente Jeckyll y un comportamiento Hyde; pero siempre dejando claro que el bebedizo que me trastorna y transforma es el desdén ajeno.
Tal y cual cantó EL AFÓNICO ECLESIAL, tengo un poco de truhán, algo de señor; una profesión al orden que frena mi tendencia al caos. Infatigable cuando no perezoso, hago por dinero lo que no haría por cariño; pero sin buscar tener, sólo disfrutar. Alegre, melancólico, impulsivo, reposado, decadente e insolente. Así me describís, así me suponéis.
De ahí que resulte un galán tan ad hoc para cualquier situación: oportuno para todo, apropiado para nada.

A este corazón de ida y vuelta, revestido de un armazón reversible, decidí llamarlo Nino Ortea. Y como buen creador, he trasladado mi creación a la Realidad para comprobar su eficacia. En distancias cortas o en ciertas estancias, funciona; pero luego, pierde encanto y acaba revelando la mediocridad de su marionetista. Por eso, como necesitaba acallar su ineficacia, alcancé mi mayor logro: negar su existencia.
Fue sencillo, bastó recurrir a una verdad innegable: tal persona no existe ni en lo fiscal, ni en lo legal o lo natal.
Pero, últimamente me están llegando señales inequívocas de mi equivocación:
Una antigua compañera de facultad, con motivo de nuestro reencuentro en Facebook, me preguntó quién era ese Marrrrzelino Hazel Pino al que me había referdo con nombre completo y dos apellidos como seguro asistente a una cena. “Perdona, pero para mí tú eres Nino” fue lo que me dijo entre sonrisas para explicar el porqué había matado a mi autor.
Hace unos días, una antigua compañera de idiomas —tras haberme comentado que prefería el tono intimista que previamente desprendía este blog (gracias, Dana)— me afeó el que me autonombrara como

Marrrrzelinor en vez de Nino, que según ella “es más chulo” —lista, como sólo puede serlo una mujer inteligente, dotó a la palabra “chulo” de una ambigüedad sugerente—.
Poco antes, mi amigo Jorge me había animado a que me dedicara por completo a intentar convertir mis ínfulas artísticas en realidades creativas. Entre otras cosas, aseguró que ya tenía un nombre muy literario: Nino Ortea. Curiosamente, cuando éramos sólo conocidos, Jorge me llamaba “Marrrrzelinoh ”; pero la amistad ha silenciado ese nombre.
En la reciente presentación del libro de un camarada, su interlocutor aseveró que la mejor forma de comprobar la popularidad de una persona, es introducir su nombre en un buscador de Internet. Y, narciso que soy, lo hice. Mientras que Nino aparece citado en otras voces, a
MarrrrzelinoH sólo lo invoco yo.
Según Internet, no estoy. De acuerdo a mis amigos, no soy. Así que, ahora que lo pienso, mejor me voy… acostumbrando a la idea de que soy mi mayor desconocido.

Y ahora, que comienzo a aceptar que es el otro, y no yo, quien vive lo que a mí me gustaría vivir, me gustaría dejaros con unas palabras que pertenecen a otro, pero que, al leerlas, hice mías.
A estas alturas de mi vida sé que todo lo que he vivido es muy hermoso y no me arrepiento de lo que sufría y amé con estos amores profundos en los que no hubo ni siquiera un BESO
(Fragmento del libro “Ni siquiera un beso”, escrito por Juan Alcalde.)



domingo, 24 de mayo de 2009

Tarde de domingo







Las personas no somos libros, que esperamos inmunes al paso del tiempo a que descubran nuestra valía.



Leer está bien; pero, ¿no es más placentero compartir lo leído?

Anda, deja de leer la pantalla del ordenador y llama a un amigo.

Comparte sentimientos.

Vive.





Ven y enloquece apoya la campaña de Nino Ortea a favor de la lectura responsable y los sentimientos apasionados.



Gijón, 24-V-09

Tarde de domingo






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Las personas no somos libros, que esperamos inmunes al paso del tiempo a que descubran nuestra valía.

Leer está bien; pero, ¿no es más placentero compartir lo leído?

Anda, deja de leer la pantalla del ordenador y llama a un amigo.

Comparte sentimientos.

Vive.



Ven y enloquece apoya la campaña de Nino Ortea a favor de la lectura responsable y los sentimientos apasionados.
Gijón, 24-V-09

viernes, 22 de mayo de 2009

TdAp: Hijos del paraiso I a



Jerome Charyn.

Movieland.

Chapter: “Children of Paradise”.







París, octubre de 1987.

Una cuarta parte de los cines franceses había cerrado.

Los periódicos predecían que otro diez por ciento “moriría” antes del final del año. Los cines, a lo largo del Boulevard Montparnase, parecían ciudades fantasma. No había ninguna de las habituales filas de espera en el interior de las puertas metálicas que formaban las fachadas de las salas. Veía a personas, con aire extraviado, de vez en cuando. O en una fila no más larga que la cola de un ratón. Algunos culpaban de la crisis a Canal Plus, la nueva cadena por cable que emitía películas hasta pasada la medianoche.

Canal Plus.

Había venido a París a trabajar en un cómic llamado The Adventures of Billy Budd, sobre un joven recluta de la K.G.B., con poderes extrasensoriales. El camarada Billy podía predecir la muerte y la destrucción, actuando como una especie de perro policía. Billy Budd era mi film noir en formato de tebeo. Pero todo lo que parecía preocuparme era Canal Plus.

Tenía los ojos rojos, de ver películas hasta la hora de las brujas (más allá de la una de la madrugada). Seguía los otros canales también. Descubrí filmes norteamericanos en “le petit écran”, que nunca había visto en Estados Unidos.

They Won’t Forget (1937), con Claude Rains como el ambicioso oficial sureño que inculpa a un profesor yanqui del asesinato de una atractiva estudiante del Buxton Business College, (Lana Turner en su primer papel que no consistió en pasearse delante de la cámara). Tres vidas de mujer (1932), con Joan Blondell, Bette Davis y Ann Dvorak.





ADELANTE



TdAp: I a





TdAp: Hijos del paraiso I b



Casualmente ambas películas fueron dirigidas por Melvin Leroy, y mostraban una fluidez en la narración, un sentido de intencionalidad y espacio narrativo que se alejaron de las salas, paralelamente al estallido de la Segunda Guerra Mundial, con la llegada de Carmen Miranda, María Montez, y todas las criaturas exóticas, o procedentes de la casbah, cuando la "ambientación” podía determinar por sí sola el tono y la suerte de una película.

No hubo mucho sitio para Ann Dvorak entre los diferentes Bagdads. Se fue a Inglaterra y condujo una ambulancia durante los ataques aéreos. Pero estuvo maravillosa en Tres vidas de mujer, en el papel de una indómita belleza casada con un hombre rico (Warren William). Ella tenía unos ojos enormes, y una cara muy obscura, que era tal vez demasiado expresiva para las facciones de alabastro que Hollywood favorecía.

¿Pero, porqué diablos tenía que descubrirla en París, gracias a Canal Plus?.

Su presencia había desaparecido de la pantalla norteamericana. Una víctima más del viejo edicto de que Hollywood no se podía permitir tener un pasado; pues se podría ver comprometida la cosecha de películas del año siguiente. Tuve que volar a París en búsqueda de la “historia” que Hollywood pudiera tener. Puesto que se había convertido en un extraordinario museo, que había recogido nuestra cultura popular de una manera en la que nosotros nunca pudimos.

Los franceses habían establecido una línea completa dentro del género policiaco, “la Série Noire, como homenaje a los escritores norteamericanos de ficción de la escuela del “hard-boiled”, como Dashiell Hammett, Raymond Chandler, Jim Thompson y Horace McCoy.

Mientras que nosotros despreciábamos la novela policiaca, considerándola sub-literatura, una forma descerebrada de lectura que debía ser rehuida por todo crítico serio; los franchutes podían percibir su aroma especial, y sentir la alocada perspectiva que ofrecía de los aspectos más ocultos de nuestra cultura : que el crimen era cultura, y la cultura era un crimen.

Así que Hammett y Chandler eran adorados en Francia, a través de la Série Noire, mientras que sus obras se quedaban fueran de las imprentas en Estados Unidos.

Y lo que era palpable respecto a la novela policiaca norteamericana (“la roman noir”), también lo era respecto a los cómics yanquis.

Popeye y Batman, Blondie y Red Ryder, Captain Marvel, Katzenjammer Kids, Little Orphan Annie y The Little King, Wonder Woman y Mandrake habían conquistado la imaginación francesa al sugerir un universo reducido que representaba a Norteamérica: una tierra donde todo vale. La carabina de Red Ryder le abre paso a través de cualquier contexto cultural y clase social. Dagwood siempre acudirá a la llamada de Blondie. Y los Katzenjammer Kids socavan cualquier autoridad que esté a su alcance.



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