Mientras miraba por la ventana, en esta tarde soleada de
otoño, he visto cómo unos adolescentes se burlaban de una música callejera que suele
tocar la flauta al abrigo de los soportales que hay frente a mi casa. Estaba
acabando de corregir un relato y por la ventana me llegó el eco de las burlas
con las que celebraban su indignidad de haber agredido la bondad de una
indigente que, en lugar de con ira, responde con música al silencio de la
sociedad que la ignoramos.
No quiero parecer pedante, pero tengo la seguridad de que la
causa de nuestros abusos cotidianos hacia nuestros semejantes más debiles está en nuestra incultura,
en ese desinterés por lo ajeno que ya se nos forja en la escuela, cuando se nos
enseña a sentarnos en nuestro sitio, a no compartir material escolar y a reírnos
de quien se atreve a hablar en publico y al hacerlo se equivoca. Lo que nos transforma en abusones es ese desprecio en que
convertimos nuestro recelo hacia el diferente cuando no es un ricachón
extravagante.
De hecho, la Cultura es siempre la gran perjudicada con cada
crisis de valores. Ya vemos lo que ha pasado aquí en España, donde tras su
florecer popular luego del largo invierno de la dictadura, comenzaron a
producirse podas y ahora mismo, aunque suena a boutade, el permiso para el saqueo
de la cultura es el principal motor de las empresas de ADSL y de las industrias
de dispositivos de almacenamiento de datos.
Esos jóvenes y su incultura, este cincuentón y su cobardía,
tanto ellos como yo tenemos mucho de lo que avergonzarnos.