Ayer por la mañana, el sol que nos está siendo tan esquivo vino a visitarnos.
Pese a la premura de un encargo editorial imprevisto, no pude evitar salir a comprobar su existencia, lo mismo que habría hecho de vislumbrar un unicornio, un billete de 100 € o cualquier otro ser mitológico. Mi situación de desempleado me permite usar a mi capricho el tiempo que no comparto; así que abandoné por un rato mi obligación laboral y me entregué al disfrute personal.
Mi plan era muy sencillo: vagabundear sin dirección guiado por la brújula de mi estómago. Al ser jueves, ayer me tocaba cocinar para dos; y dependiendo del momento de mi regreso a casa ya decidiría si me decantaba por preparar una comida latina –callos con jamón y patatas– o una delicatesen ninera –tallarines al Prince + pollo frito sin ajo–.
Como buena mañana norteña. El cielo presentaba sus claro-obscuros, lo que me permitió salir con una chaqueta por alforja en la que guardar dos pares de gafas –pro lectura y anti sol–, un botellín con agua, un lápiz y una libreta –por eso de si mi divagar me acercaba a algún parnaso creativo–. Ahora que, pese a mi inmadurez, me encamino a hacerme viejo, suelo salir de casa tan equipado que en vez de irme de paseo parece que me voy a Bermeo –y en invierno a Borneo, por eso del gorro de lana, los guantes, la bufanda y el paraguas–.
El caminar me hizo sentirme rejuvenecido; pues, a esas horas soleadas, los jóvenes de cuerpo y espíritu se concentran en las playas y paseos marítimos; mientras que los jubilados pueblan parques y bancos. Estaba sentado, absorto en mis ensoñaciones, cuando alguien pronunció mi nombre civil. A la tercera, me di por aludido y miré a mi invocador, temiendo que fuera alguno de aquellos señores vestidos de chándal que me retaba a una carrera.
Quien me habló era un antiguo compañero de instituto. Tras recordarme quién era, se olvidó de preguntarme cómo estaba. Mis tripas me dijeron que era el momento de ir a casa a preparar la comida. El desconocido se ofreció a acompañarme un rato, así que opté por tomar el camino de vuelta más corto. Me habló de su vida exitosa y de su glamurosa esposa, a la que hacía tiempo esperando mientras salía de la peluquería. Se definió como el típico tío feliz al que la vida le sonreía. Llegados a mi portal, siguió contando logros no me lograban atrapar mi atención. A mi hambre se unió la urgencia por ir al baño, así que tras una brusca despedida me fui.
Mientras esperaba por mi hermana, me acordé del fallecido James Gandolfini. Más bien de la psiquiatra que oía desganada sus confesiones en la serie Los Soprano. Quizá, al final, la vida sea un sueño; pero hay momentos en que escuchar la de otros se convierte en pesadilla.
Gracias por escucharme / leerme.
Nino Ortea.