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Me alojo en casa de un amigo, Martens, que es conocido en el vecindario como “El Pelirrojo”, Le Rougin. Martens es novelista y guionista.
Su novia se llama Marine. Parece una belleza de otro planeta. La vuelvo a mirar. Es un salto en el tiempo, eso es todo. Marine pertenece al Hollywood de Ginger y Fred. Tiene los ojos y los labios de Joan Crawford, la boca de Alice Faye. De repente me doy cuenta de que no hay nada peculiar en esto. Marine es très parisine. Toda la maldita ciudad está poblada por mujeres que podrían haber nacido en los decorados de Louis B. Mayer. Marine a l’air de MGM.
De repente cambia mi opinión póstuma respecto a ese viejo chatarrero. Louis B. Pudo haberse convertido en un fósil más de Hollywood tras la Segunda Guerra Mundial, un magnate inalcanzable. Pero no había traicionado a Leo el león. Fue Hollywood quien lo traicionó.
La tierra de las películas quería modernizarse. Pero, treinta años después de que muriera amargado, su legado podía encontrarse en las calles de París. Mujeres con las que nunca había soñado tenían el aire MGM.
¿Y Martens?
Conocía más detalles sobre Hollywood que los que yo nunca llegaré a alcanzar, siendo un constante aficionado desde los cinco años. No era justo. Yo me había sentado en salas con paredes al estilo Bagdad y cielos milagrosos. Había visto a Jane Russell en The Outlaw, crecí con Danny Kaye…
¡Además Martens era tan sólo un franchute. Él no pudo haber saboreado a The Three Stooges; o seguido, semana a semana, al DonWinslow licenciado de la Armada , en aquellos seriales de los años cuarenta, que podían llegar a obsesionar a un niño hasta el punto de que dejase de hacer sus deberes. Pero yo no había tenido en cuenta la Cinémathèque.
©Nino Ortea Gijón, 24-VI-09
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