Y es que me gusta leer lo que escribo cuando me personifico en Nino Ortea.
Es más, disfruto al hacerlo. Diría que mi “yo inconsciente” escribe para que mi “yo consciente” lo lea y lo reescriba en una especie de proceso creativo sin fin. Ya que, cuando me leo, le añado a lo escrito por mi personaje todas las notas al pie que componen los datos de mi persona en ese momento recreativo que es la lectura. Datos que al haber cambiado respecto al tiempo original de escritura, me llevan a redactar variaciones mentales sobre lo escrito. Con ello, apilo ladrillos en los muros de mi laberinto.
Cuando me (re)leo no escribo, pero pienso que escribo. Me veo escribiendo. Me siento un escritor pleno, pese a no escribir sobre papel o en pantalla. Pero cuando me pongo a escribir, no me siento un escritor, me siento Nino Ortea. Un personaje que no busca un autor, sino que lo recrea y lo entretiene. Un mago que ameniza a su exigua audiencia sacando de su chistera los mismos objetos, pero en orden diferente. Una audiencia amable que acude por aprecio hacia la figura de la persona, no por la magia del ilusionista.