Abandonada toda esperanza de triunfar en €urovisión y con serias dudas de reeditar el triunfo en la €urocopa, todas nuestras perspectivas €uropeizantes parecen reducidas a que no nos expulsen del grupo del €uro.
Sin pretender ir de marxista, quizá ha llegado el momento de darnos de baja de este club que nos ha aceptado como miembros. Puede que se deba a mi condición de marinero varado en las tierras gijonesas; pero no le veo ninguna ventaja a la permanencia a este distinguido club. Y ya van diez años desde que nos han estampado el carnet de permanencia.
No suelo llegar más lejos de donde me lleva el caballo de cartón de mi ilusión, así que hace más de diez años que no corono Los Pirineos. Con lo que me cuesta llegar a fin de mes, como para plantearme cruzar a Hendaya. Honda ya es la brecha que aquí me separa de lo que hay más allá de los escaparates locales, como para dejarme llevar por la tentación de disfrutar del placer de la compra en mercados internacionales.
Soy una de esas personas a las que el redondeo del €uro las ha dejado aplanadas. Quizá sea un pesetero, pero se me hizo muy duro el paso de pagar cien céntimos por lo que antes costaba veinte duros. Acaso el que lo primero que pagué en €uros fuera una caña, resultó una alegoría de lo que me iba a dar esta moneda.
Ahora resulta que quienes defienden nuestra permanencia en la moneda €uropeizante, por eso de la reacción de los mercados, son también los que mercadean con nuestras ilusiones. No sólo nos definen como pobres en lo económico, también nos condenan a ser exiguos en esperanzas.
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