A mis 10 años recién estrenados.
Al jueves 20 de noviembre de 1975 en que murió el dictador Francisco Franco.
A la mañana de ese día en la que mis padres no nos levantaron a mi hermana ni a mí para ir al cole.
Al ruego de mis padres de que no exteriorizara mi alegría al enterarme de que, por unos días, no tendría que ir a l colegio.
A mi extrañeza por que hubiera tele matinal —por entonces, eso sólo ocurría las mañanas de sábados y domingos— y no echaran dibujos, sino conciertos de música clásica.
Al silencio de unas calles vacías, en las que destacaba el flamear de banderas que lucían crespones negros —luego sabría que las calles estaban vacías porque todo el mundo estaba festejando la muerte del dictador—.
A mi muñeco Madelman —modelo ‘explorador ártico’—, al que le había puesto un brazalete negro, con el que fui a jugar a Los Jardines de la Reina bajo la mirada protectora de mi madre.
A ver por la tele unas interminables colas de gente que nunca existió en un lugar al que nunca acudieron. No iban a darle “un último adiós” sino a “asegurarse de que estaba muerto” comentaron años después.
A la lectura, a la luz indirecta que entraba por un ventanal, de un tebeo de ‘El sheriff King’, que me acompañó mientras a mi madre la peinaban a la luz de unas velas en su peluquería habitual.
A mi vuelta al cole, donde me esperaba un cartel con las últimas palabras del Caudillo. Fueron sus palabras póstumas; pero también, perennes. El cartel decoró las paredes del centro años.
A profesores trasnochados que nos obligaban a cantar el “Cara al sol”, y te calentaban la cara si alzabas la mano equivocada.
A un colegio público, Jovellanos de Gijón, donde la clase de gimnasia consistía en correr por la calle.
A la llegada de la heroína que atrapó a algunos compañeros mientras yo estaba enganchado al regaliz rojo con peta zetas.
