Hace una semana que ha finalizado en los televisores de pago y en los monitores no apagados, la emisión de la tercera temporada de Game of Thrones.
Me resulta llamativa y esperanzadora la repercusión mediática que está teniendo esta teleserialización de las novelas que componen A Song of Ice and Fire, saga río aún en desarrollo por parte de su autor, George R. R. Martin. Aunque la adaptación televisiva toma su nombre del título del primer libro –A Game of Thrones– el argumento ha ido avanzando por las sucesivas entregas escritas por Martin; y en estos momentos debe de encontrarse entramada en algún párrafo del tercer volumen –A Storm of Swords–.
Encuentro llamativo el que una serie de ¿Fantasía heroica? haya superado las limitaciones que la comercialización industrial impone al Arte al encorsetarlo en géneros. La Ciencia ficción no suele funcionar como producto televisivo de continuará. Una sorprendente coordinación entre las huestes del público y las hordas de la crítica suele desarbolar este tipo de singladuras. Ahí tenemos la reciente botadura de Zonbieland como teleserie, hundida por el fuego amigo de sus combativos seguidores.
Sin embargo, en Juego de tronos, al ejército de lectores se ha unido una legión extranjera de espectadores ajenos al fenómeno literario que sustenta a la producción de HBO –baste recordar las sorpresas y disgustos que ciertas vicisitudes, narradas hace años en papel, provocan ahora en muchos teledevoradores–. Pero en el arte de la cultura de masas pasa como en el de la guerra a mansalva: para construir un impero tus huestes deben enrolar más bárbaros y plebeyos que patricios.
En mi época de dependiente en la librería de mi amigo Antón, fui testigo del éxito fulgurante de Canción de hielo y fuego en España; país donde entendemos que leer un libro es deshacer el misterio que conllevan sus páginas cerradas; y pocas cosas respeta más un español que un secreto, si el desvelarlo no le va a servir para cotillearlo, de ahí que sea tan común entre nosotros la figura del acumulador de libros, cuya curiosidad lectora queda saciada con un repaso a la información contenida en la contraportada.
Así que el que una novela de más de 700 páginas fuera estimada y recomendada por personas que sólo tenían en común el leer lo que les gustaba y no lo que les dictaban, me animó a comprar la primera entrega de la saga en su edición norteamericana. Aunque el producto me llegó en apenas dos semanas, fue más el tiempo que me llevó la espera que la lectura. Es más, sin haber acabado el volumen, compré los tres siguientes, por eso de aprovechar su precio ofertante; aunque, por una serie de caprichos del destino, tardé en poder empezar a leer la segunda entrega –digamos que el final del año 2006 me hizo sentir tan apocalíptico como el Princede la canción 1999–.
Alejado de fastos y excesos y de vuelta al festejo de la lectura, retomé el cancionero de Martin en la primavera de 2007. A la altura de la tercera entrega novelesca, era más un estudioso que un lector, dado el conjunto de notas aclaratorias que redactaba para poder seguir el desarrollo de un dramatis personae más impronunciable que la la lista de evoluciones de Pokemon. Mi tendencia a la pereza y me regusto por lo placentero me llevan a alejarme de ficciones que requieren para su disfrute consultar una enciclopedia o redactar un breviario más extenso que la obra referida. Así que, aproximadamente a la altura de los eventos que narra el final de la tercera temporada televisiva, abandoné toda esperanza de navegar entre el mar de sargazos creativos con tantos nombres, subtramas y andarse por las ramas.
Nunca he disfrutado con obras basadas en el juego de cromos de convertir a los personajes en piezas de intercambio, donde a cambio de un stark te dan dos lannisters y una targarien. Ya de niño me irritaba el que, tras comprar el álbum y los primeros paquetes de cromos, los editores aumentaran el número de láminas y te saturaran con cromos repetidos. Me fui de A Song of Ice and Fire para no volver, condenando las restantes páginas del tercer volumen y la totalidad de las del cuarto al estante de las lecturas pendientes de todo menos de mi atención.
Acercarme a este tipo de obras serpenteantes, es como volver al patio del colegio a cambiar cromos: siempre acabo con un montón de papel que no quiero para nada. Uno debe asumir las consecuencias de sus porqués; y no es consecuencia de mi desmemoria sino de mi vanidad el forzarme a degustar lo exquisito, cuando mucho de lo que me apasiona no llega ni a la categoría de bueno. Si a todos nos gustara lo bueno, ¡qué crudo lo tendríamos los feos! Además, en el caso de Canción de hielo y fuego mi impetuosidad fue un agravante; ya de que haber comprado la edición española habría disfrutado con las magníficas ilustraciones de Enrique Corominas.
Y es que el no tener paciencia tiene su penitencia; como cuando de niño, al no soportar la frustración de no conseguir el cromo que me faltaba, me deshacía de la colección a cambio de un par de tigretones y un olé de Mortadelo. Al final, ya digeridas las pruebas de mi impaciencia, solía aparecer mi conseguidora hermana con el cromo que antes me faltaba y entonces me sobraba. Las trolas que me inventaba para justificar la invisibilidad de los álbumes desaparecidos, me llevaban a más castigos que mis listas de suspensos.
Nino Ortea.