Son varios los trabajos de ficción que fabulan sobre el destino de los libros cuando ya no son leídos, el de los juguetes cuando caen en desuso o el de los corazones descorazonados. En estas obras vemos el efecto que ese desinterés tiene tanto sobre los objetos abandonados como sobre las personas abandonadizas.
Es curioso, o al menos casual, que justo ahora que me planteo qué hacer con los comentarios que acompañan a los textos que he importado de un antiguo blog, me esté enfrentando a ver cómo mis glosas desaparecen como lágrimas en lluvia ajena. Mientras que en unos aspectos de la vida ejerzo mi voluntad, en otros sufro los caprichos del destino.
En principio, lo de ver desaparecer mis palabras no es algo novedoso; aunque no por ello deja de ser doloroso el que ni siquiera se lleguen a leer. Todo es efímero –menos esta cuesta de enero que, cada año, dura hasta diciembre- y más en la irrealidad de Internet, donde nuestra huella digital es tan pretérita como las pisadas de un dinosaurio. ¿Dónde resuenan los ecos nuestras navegaciones por Netscape, los paseos por Second Life o las conversaciones por Messenger? Al igual que en nuestra vida tenemos que deshacernos de objetos que ahora son trastos, encuentro lógico que nuestros ceros y unos en desuso se diluyan en el éter de La Red.
Pero lo que me está pasando últimamente con los comentarios que realizo en ciertas ¿noticias? de la edición digital del decano de la prensa asturiana, es algo propio de magia negra o tinta blanca; pues mis palabras desaparecen como escritas en zumo de limón en vez de tras estrujarme el melón. En un principio, no le di importancia a la prestidigitación selectiva de algunas de mis observaciones, pues la achaqué a la fragilidad y las prisas con las que suelo acceder a Internet. Hace poco reparé en que estos actos de birlibirloque sólo ocurrían en un bloque: en el centrado por el digital en publicitar las actividades corsarias de la hermandad hostelera que asola las calles de mi barrio.
Más que dedicarse al comercio de comunicación, parecería que esta publicación es avariciosa con sus reportajes; y de ahí su interés diario por presentar como información lo que es mera publicidad. Obviamente, mi opinión es tan subjetiva como interesada; pero también lo es mi elección de lo que como, bebo o no quiero, y no por eso dejo de hacerlo: admito que puedo estar equivocado, pero me rebelo ante el ser ignorado. Pues no me considero un ignorante, sino un aprendiz de nigromante.
Mientras dejaba este texto reposar y aprovechaba para preparar mi truco final, he vuelto a comprobar la chistera noticiera donde había desaparecido mi último comentario. Y… ¡voilà, allí voy y me lo encuentro!, como conejo recién salido de un sombrero mágico.
Así que, de momento, tendré que reescribir el final de este artículo y plantearme el fin, momentáneo, mis planes de despechada venganza, que incluían:
- Darme de baja de sus servicios como usuario registrado.
- Dejar de leer su edición impresa.
- Desintonizar su canal televisivo.
No sé a qué se puede deber este regreso de mis palabras del Limbo de los comentarios perdidos. Pero, os doy mi palabra de que el comentario existe: y como sobre este escenario soy el maestro de ceremonias… ¡Presto!
Nino Ortea.