Quizá tengan razón quienes ven en el Arte la muestra más exquisita de la evolución de los humanos. Yo soy de los que ven en la creatividad un calco del ingenio que también muestran los cuadrumanos.
El Arte es un instrumento expresivo y comunicativo. También una fuente de placer, un producto de comercio y un arma ideológica. Pero, en el momento en que se convierte en un ente no perceptible por los sentidos o en un amaneramiento de algún metalenguaje ya no es Arte, es un mero instrumento de poder. Una barrera social tan injusta como subir el IVA cultural o bajar las becas de estudios. Para llegar a lo más alto, el Arte debe contactar también con nosotros: las clases más bajas. Soy un populista que entiende el Arte como algo no elitista: si para seguir un libro necesito aferrarme a una enciclopedia o para entender un cuadro debo aprenderme un tratado, lo que tengo enfrente merece que le de la espalda.
Entiendo el Arte como algo gratuito en su concepción, no en su comercialización –tal y como intenté reflexionar en este texto–. Para sostener esta idea me bastan experiencias como la que tuve hoy jueves, sentado a prudente distancia de un niño al que acabé observando mientras pretendía que mi mente se centrara en ideas más acuciantes. Poco a poco el infante acabó captando mi atención. Pensé en cómo su verborrea dará paso a la palabra, sus garabatos a pinceladas y sus amontonamientos a construcciones. Con su Arte presente ya logra comunicarse con su entorno y hace que un adulto se olvide del qué dirán y se una a sus juegos, en los que mimetiza sus balbuceos.
Lo que el academicismo razona como Arte, forma parte innata de nuestro entender el mundo y relacionarnos con el entorno. Antes de que en el colegio las desprestigie en forma de asignaturas “maría”, las habilidades creativas forman parte de nosotros. Al pasar a adultos, las aparcamos; lo mismo que nuestra especie al evolucionar dejó en desuso ciertos rasgos de primates. Sin embargo, al igual que nuestros instintos animales están presentes en nuestro adn genético, nuestras habilidades artísticas continúan de nuestro abc diario: pues nuestra percepción activa nuestra imaginación y nos anima a rehacer lo oído, leído o visto. De ahí que interpretemos interpretaciones ajenas –o nos recreemos en recreaciones– de una realidad ajena que sentimos nuestra.
Quizá en su rockcierto de ayer, Bruce Springsteen – llevado por ese acto de creación conjunta que es participar en un concierto donde el público hace suyas canciones que tú compusiste– improvisó canciones que se había jurado no volver a tocar. Pese a que tengo claro que el Arte es algo tan impredecible y natural como el hablar –aunque lo hagas a solas– o el atender –aunque sea a los fortuitos actos de un niño–, como antiguo obrero especializado en Aviador Dro, también sé que el Arte –lo mismo que el amor– puede ser industrial. En este aspecto, mis vanaglorias decadentes me llevan a fantasear con la ilusión de llegar a estar de moda y nunca ser demodé.
Otra cosa es el infierno de los modismos, de esos ceñidores que restringen la canalización del Arte a su comercialización según unas medidas o temáticas y no a su valía. Parece mentira lo rápido que se puede pasar de la ilusión de la Fantasía a la decepción de la Realidad. Para ello basta con cruzar los metros que separan un parque de una librería. ¿Cómo puede ser que la naturalidad del Arte se aprecie en un jardín y no en un escaparate cultural?
Me temo que estas sombras clónicas del gris de E. L. James, son un aviso sombrío del negro futuro que espera a quienes no sabemos barnizar nuestras obras con la tonalidad apropiada. Pero nunca me gustó ser una persona gris, así que no voy a cambiar. Ojalá todos vivamos días de gloria.
Nino Ortea.