El
retrato del que se retroalimenta mi relato, está pintado por Lucía
Alonso.
En él aparecemos mi hermana Marta,
con 11 años, y yo, con 8.
Lucía
se inspiró para su cuadro en la fotografía que acompaña al
venyenloquecimiento,
Cést
si bon!,
cuyo texto he adaptado para convertirlo en una relato de mis
vacaciones de infancia en la zona de Cudillero, Asturias.
Retrato pintado al óleo por Lucía Alonso |
Este
retrato captura la luz y la inocencia de los veranos de mi infancia.
De
lunes a viernes pasaba las mañanas castigado, la llegada de papá
los viernes tarde suponía mi libertad condicional. Mamá aseguraba
que papá necesitaba un Sancho que lo acompañe y yo disfrutaba
ayudándolo en sus chapuzas quijotescas.
Mi
hermana Marta,
buena estudiante, disfrutaba las mañanas en libertad total; podía
salir con otros niños, acompañar a los lugareños en sus
quehaceres –para nosotros, gestas extraordinarias— o excursionear
con alguna otra familia de turistas. Muchas veces elegía quedarse a
mi lado y ayudarme.
Durante
las mañanas de diario, mis sueños de libertad estaban varados sobre
un dique seco de ejercicios por hacer y lecciones a estudiar. Dada mi
imposibilidad para mantener la concentración, cada poco me acercaba
a mamá con cualquier excusa. Ella me dejaba quedarme un rato a su
lado: colábamos la leche hervida, doblábamos la ropa “destendida”
o le canturreaba alguna canción que sonaba en la radio.
Aquella
fue mi época de mayor fervor religioso: rezaba cada mañana para que
llegara “La hora del Ángelus”. En cuanto sonaban las doce
concluía mi condena, tras asegurarle a mamá que había acabado los
deberes y sabía las lecciones.
No
tardaba medio minuto en escapar pedaleando, no fuera a ser que mamá
apareciera y me mandara quedarme a rehacer lo que sabía incompleto y
desaprendido. Sobre mi bici, unas veces cabalgaba por praderas del
lejano Oeste y otras por llanuras de la Europa medieval. Las
lagartijas se transmutaban en dragones y mi tirachinas, en arco.
Mi
imaginación desbocada se veía frenada por el reloj de la iglesia
que, cada media hora, marcaba mi vuelta a casa. Donde al viento del
apremio, lanzaba salvas de voces con las que avisaba a mamá de que
estaba salvo y hambriento.
Por
las tardes, salía con Marta
y sus amigos: íbamos al río a cazar ranas, a ver nacer un ternero o
a bañarnos al mar. Junto a ella me sentía seguro y feliz.
Este
retrato captura perfectamente la luz y la inocencia que me bañan
cuando estoy con mi querida hermana Marta.