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viernes, 29 de enero de 2010

Lucía Alonso Fernández: Pinturas

Hola a todos:
De más de unos labios he oído que la admiración artística es una transfiguración de la frustración creativa.
Quizás sea así.
De hecho, no faltan hijos criados para cumplir las sueños de sus padres; ni artistas a los que, a falta de valía, nos sobra VANIDAD.

En mi caso, a mi exhibida vanagloria literaria se une una frustración pictórica que, quizás revele mi afición a La narrativa gráfica –vamos, a los tebeos–, al coleccionismo de carteles de cine y mi tendencia a dejarme ver por museos y salas de Arte.
El que os escribe es un claro ejemplo de incapacidad para eso de la tinta y las texturas. Y no es que sea daltónico, o que mi condición masculina me ofusque ante esos colores imposibles que tiñen las telas –el día que alguna maniquí me bienexplique qué es eso de un color “roto”, me hará un descosido–.
No, la cosa es más clara y mi incapacidad para los lápices o pinceles es tan evidente como mi incontinencia ante la Belleza.
Cuando comencé párvulos, ya sabía leer. Cuando dejé la universidad seguía con una grafía de párvulo.
En primero de B.U.P., mi concepto de Arte Abstracto era merendar bocadillos de sustancias pringosas sobre las láminas de dibujo; y presentar las manchas como ejercicios creativos. Fui suspendido injustamente, pese a que Javi Nistal me había hecho todas las láminas de dibujo técnico. Llevé la asignatura pendiente hasta acreditar mi incapacidad para dibujar mi ordinaria mano izquierda en 3 convocatorias extraordinarias.
Mi madre siempre decía que me faltaba mano izquierda, nunca pensé que mi condición de manco afectara a lo artístico.
A los 18 años incumplidos, mi profesor en la Autoescuela San Esteban me preguntó la distancia de un extremo a otro de la acera, le contesté que unos 100 metros. Sorprendido, me indicó que eran unos 20. Tras obtener el carné de conducir, su sorpresa mudó a miedo y me aconsejó que adelantara en zonas de mucha visibilidad.
Hace poco, le dibujé con el mayor de los esmeros un conejo a un niño de 9 años. Buscaba impresionar a su ya crecida hermana. La que no sé si se impresionó o se presinó fue su profe, al saber que aquél esperpento lo había hecho “un señor”.

Desplegado lo anterior, debo aconsejaros que degustéis la muestra de diferentes pinturas firmadas por Lucía Alonso Fernández que cuelga en el salón de entrada del Ateneo Obrero de La Calzada, en Gijón.


La exposición consta de 36 obras –desprovistas de título– que permanecerán expuestas hasta el 13 de febrero.
Estamos ante una artista capaz de captar lo extraordinario en lo cotidiano, y de capturar la fugacidad del momento en lo que se llegan a asemejar a instantáneas de polaroid.
En más de una ocasión, me he sorprendido cuando tras asistir a una muestra, recordaba más los marcos que los lienzos. En el caso de las telas de Lucía, la mayoría aparecen desenmarcadas o encuadradas por una enmarcación sobria. No faltando obras que, como la vida, se exceden de sus límites, lo que lleva a la autora a aprovechar cada resquicio pintable.

Un arte anónimo, al que cada par de ojos puede poner título, y que pese a su marcada inspiración localista trasciende lo costumbrista y profundiza en lo humano, en la belleza de lo que nos rodea. Belleza que sólo apreciamos cuando se convierte en recuerdos de lo que ya no existe. Sensaciones, que al igual que los cuadros de Lucía Alonso, puede presentar diferentes tamaños o intensidades
Hacía mucho tiempo que no presenciaba una muestra artística tan desprovista de ampulosidad y tan impregnada de tranquilidad.
Os aconsejo que disfrutéis, sin más razón que el hedonismo, de las pinturas de Lucía Alonso Fernández. A la que, de manera anónima y en vuestro nombre, deseo toda la Suerte y ánimo.

Y ahora, a vivir la vida; y a hacer de ello un Arte.

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