Gracias a la televisión, me he dado cuenta de que me gustan los anuncios de Victoria’s Secret, las promos de Canal + y las historias de supervivientes.
Y por superviviente catódico no me refiero al muy católico Paco Martínez Soria y sus 30 años de reinado después de muerto. Reinado que habla alto y claro del regusto de esta nuestra España por las historias de zombis que ganan batallas después de muertos. Sin necesidad de necedades como tizonas o rocinantes, a diferencia del Cid, don Paco sí que fue, es y será un conquistador en ciudades que no son para él.
Y por historias de supervivientes no me refiero a ésas que viven los concursantes de telerealidades que rijosean en islas del Caribe, lejos, lejos de su hogar. Teleadictos que luego sobreviven a base de devorar corazones y vísceras en programas en los que no se salva ni el regidor.
En estos últimos años —dejando en un pedestal a la exquisita Frasier— las series televisivas que me han entusiasmado han sido aquellas en las que su Ficción reflejaba mi Realidad.
Es curioso el que comedias de situación o dramas urbanos me hayan trasmitido una sensación de falsedad, de situaciones forzadas y de alucinación a la hora de reflejar lo cotidiano. Aunque lo más curioseante es la emoción vital que refulge en el realismo mágico de éxodos galácticos o apocalipsis zombis.
Friends, Urgencias, Aida, Bellas y ambiciosas… son innumerables los seriales con coordenadas costumbristas que me han parecido más volátiles que el perfume de marca de un bazar chino. Sin negar un fotograma de la valía de estas producciones —revalidada en su éxito popular—, prefiero un capítulo de silencio a una temporada en su mundanal ruido.
No faltará quien asegure que —dada mi pasión por las falsarias que me dejan empantallado con sus episodios de ¿continuará?— lo lógico sería que en las pantallas de plasma me dejaran pasmado esos dislates donde, bajo la apariencia de cotidianidad, subyace el fingimiento de lo aparente.
Quizá porque sigo fiel a una tele de tubo, para mi fortuna y la de mi humanidad en peligro, mi persona no es como el personaje de Jeff Bridges en Tron; y no me quedo atrapado entre los circuitos y las meganudas de mi propio juego. Para el Arte tengo mejor gusto que para la Vida. Y, pese a los atragantones revividos —que lo de recordar el final de Perdidos, el descomience de Los Soprano o los medios tiempos de The Wire me pone malo, muy malito— cada vez me siento menos tonto viviendo unos folletines que desencajan en el concepto de “caja tonta”.