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Mis mejores deseos para ti y los tuyos, amable leyente, ahora y siempre

domingo, 2 de enero de 2011

La vida es humo



La vida es humo Se nos impregna a la piel, al cabello y su sabor estimula nuestros labios. La apuramos a caladas aceleradas o nos recostamos a disfrutar perezosamente de ella.
Cambiamos de marcas como lo hacemos de parejas o amigos. Pero, al igual que siempre recordamos el primer beso que nos aceleró el corazón, nunca olvidamos ese primer cigarrillo que nos revolvió las tripas. Después de todo, solíamos guardar el tabaco muy cerca del corazón.
¡No me volveré a enamorar! ¡No volveré a fumar!

Hay veces en las que tener un cigarrillo en la boca era lo más parecido a acariciar su lengua. En otras, una forma de acercarme a ella. Qué hombre me sentía cuando acariciaba la comisura de mis labios.
El humo, al igual que la vida, nos acompaña en todo momento: triste o alegre, estimulante o estresante. La publicidad omnipresente, la iconografía cinematográfica, las canciones de Tom Waits, la inseguridad de la espera… todo me llevaba a exhalar humo mientras expelía sentimientos.
Para ser un hombre de verdad debían verte con una mano femenina en la izquierda y con un cigarrillo en la derecha. Nunca he tenido mucha mano izquierda, por eso abusé de la derecha.
No voy a decir que me arrepiento; pero sí que espero no volver a hacerlo.
Nunca me gustó fumar, al igual que nunca supe esperar. Si debo admitir que mi corazón subsistía a base de besos robados, tengo también que reconocer que mis pulmones se alquitranaban con cigarrillos gorroneados. Acabé limosneando amor y comprándome el tabaco; pues un hombre debe pagar sus vicios y adeudar sus sentimientos. Los hombres no lloran. Los hombres fuman en silencio.
Quizá nunca fui tan hombre como cuando llegué a fumar dos paquetes diarios. Cambiar de marcas no me ayudó a dejarlo; al igual que cambiar de caras no hizo que la olvidara. Mi vida era un carnaval de espejos y humo. La realidad era esquiva y su reflejo, difuminado. Me calificaban de vicioso cuando en realidad era dependiente.
Apurar un par de cigarrillos en ayunas era mi manera de saludar al día desde el mirador de mi casa. Mientras fumaba me consumía en una angustia vital de la que me empeñaba en no alejarme. Lejos quedaba el tiempo, enterrado más allá del arcoíris, en el que frente a mi flaqueza muscular siempre exhibía mi fuerza de ánimo.
Lo dejo cuando quiero”, solía decir.
Me dejó porque yo quise”, solía vanagloriarme.
Y allí estaba yo, tirado como una colilla. Colgado del tabaco como lo estaba de su desdén. El humo me impedía ver las cosas. Mi falta de nitidez la suplía con nicotina. El no ver las cosas me permitía fantasear que éstas eran como yo las deseaba.
Llegué a enfermar de cuerpo y espíritu. Superé los dos paquetes diarios y las cuatro palpitaciones nocturnas. Al igual que en un tiempo en el que el ánimo me era escaso, no dudé en prodigarlo en una quimera, también entonces quemaba mi dinero exiguo. Toda excusa me llevaba a colgarme de ella, lo mismo que cada sentimiento hacía que un cigarrillo colgara de mi boca.
No se porqué, un día esto cambió. No había pasado nada extraordinario; me seguía sintiendo ordinario.
Recuerdo que me visualicé en contrapicado, fumando en una de las ventanas del mirador. Vestía el chubasquero verde que solía llevar cuando fumaba en casa. Vi mi cabeza calva y mi mano firme en su aferrar un pitillo, mientras mi cuerpo se convulsionaba entre arcadas de lo fumado. Recuerdo que faltaban un par de horas para que me incorporara a mi trabajo en una recepción que yo había convertido en fumadero. Recuerdo que me entristeció la visión. Sé que repetí el ceremonial previo a la incorporación laboral, lo que conllevaba comprobar el suministro de tabaco. No había nada peor que pasarme una noche en vigilia en la que el humo del tabaco no difuminara mis sensaciones.
Salí de casa sin reparar en que no fumé en el trayecto que me separaba de mi destino. Pasado el primer período de actividad tras asumir mis funciones, la rutina me llevó a la inercia de salir del mostrador para ir a buscar el primer cigarrillo de la noche. Por fortuna, mi ánimo siguió al conejo blanco de la esperanza y desde entonces vivo en Nuncajamás. Aquél primer cigarrillo nunca lo he encendido; aunque no puedo asegurar que ya haya echado el último.
Superar otras dependencias ha sido más difícil. Con recaídas y la consecuente sensación quebradiza de ánimo. Pero, también son quebradizos los espejos y no por ello dejan de ser nuestro mejor reflejo.
Creo que si yo he podido dejar alguna que otra adicción y unos pocos de mis muchos vicios, tú también podrás hacerlo. Lo importante es que llegue el momento. Y aunque éste nunca lo puede marcar la ley de un gobierno fariseo, sí que te lo acercará la voluntad de tu ánimo. No hay truco que te pueda revelar; pues lo mío no fue un acto de magia, sino de necesidad.
No sé cómo llegarás a este texto, ni cuándo lo harás. Tampoco tengo muy claro porqué lo he escrito. Pero, como ocurre con casi todas las cosas que he contado en este blog, quizá la razón estaba en que necesitaba decírmelo. Quizá intento que el humo de las palabras nuble una realidad que me es inquietante. Quizá busco tragar el presente que me consume dando unas caladas a un pasado que me resisto a abandonar. O quizá necesito recordar que, pese a mi debilidad, tengo la fuerza suficiente para intentar alejarme de lo que no quiero.
Lo que sí sé es que hace un rato estaba feisbukeando. Entré en el perfil de Mar y vi esta foto.

Recordé que hay noches en las que áun salgo con mechero, confiando en que, quizá, quien me pida fuego esté dispuesta a compartir más allá del “hasta luego”.
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