Algunas arritmias que sufre el corazón brotan cuando el pensamiento deviene en conciencia de que la vida no nos emociona como antes, conciencia que nos impele a aceleramos hacia la añoranza de un pasado en que nuestro corazón latía más fuerte. El corazón no tiene freno ni marcha atrás. De ahí que sus choques frontales con la Realidad tengan consecuencias letales. Nuestra Fantasía tiene el recurso protector de enloquecer cuando la Realidad se vuelve demencial. ¡Gracias por venir y enloquecer!
martes, 10 de septiembre de 2013
¡Pedazo decepción!
Supongo que el que en estos momentos en que otros braman ¡Gibraltar español!, me ponga yo a clamar ¡La culpa es del inglés! sonará bastante chaquetero al poder en ciernes y al dinero en sobres. Pero mis palabras no sobran, la verdad es la que es; y la culpa la tiene el anglosajón, aunque también aparecerán referenciados en mi fábula mis monstruos recurrentes: los profes.
Volvamos a mi niñez…
Como buen alumno de El Chufu –magistral mote originado por su deforme pronunciación de la locución “Do you…?”–, cuando salí del cole mi nivel de inglés habitaba en el subsuelo. Lo que unido a que mi “taylor” no era “rich”, sino “kitsch” hacía que todo turista desorientado que se acercaba a preguntarme, se alejara aterrado tras escucharme. Ya en el instituto la cosa pintaba como en la “school”, por mucho que al ritmo de Daddy Cool intentase hacerme el interesante al canturrear cual anglochapurreante.
De repente descubrí a David Bowie y a Queen; y con ellos no sólo llegó el escándalo, también me invadió la curiosidad por enterarme de lo que decían las letras de esos reyes del “Glam”. La curiosidad que mató al gato a mí me entretuvo todo el rato que duró mi adolescencia. Y, pese a la perenne indigencia en inglés de mis “high-scool teachers”, mis conocimientos de inglés fueron aumentando y mi capacidad de espantar, disminuyendo. Recuerdo el nombre de la primera angloparlante que no se asustó al tenerme como conversante. Su nombre era Shandy –como el título de una canción de los Kiss–, cuando le hablaba escuchaba mis palabras antes de pasar a los hechos. Fue ese comprobar que el inglés no era una asignatura, sino un idioma que actuaba de puente al placer y la Cultura, lo que me llevó a profundizar en el aprendizaje del idioma de la pérfida Albión y sus otrora colonias.
En ese aspecto, como en otros tantos, creo que hice y sigo haciendo el tonto. Sólo basta fijarse en el desnivel de inglés que presentaron los altos cargos que representaron al reino de España en la reciente corte olímpica. Si esos prohombres y megamujeres han llegado livianos a cargos tan altos, está claro que ha sido sin el peso del inglés. A la unamuniana exhortación de “¡Que inventen ellos!”, hay que unir el “¡Que lo hablen otros!” al referirnos a ese lenguaje de invertidos que hasta conducen a la inversa.
¡Y así me va! Si en vez de estudiar Filología, hubiera estudiado Derecho –como me suplicaba mi madre– las cosas me pintarían menos torcidas. El farfullar inglés sólo me sirve para llevarme disgustos. El último me ha durado hasta ver el “chapter” 11 de la serie Under the Dome –aquí presentada escuetamente como La Cúpula–. Muy alejado de aquella bóveda que cobijó al Placer o donde resonó el Trueno, en este cascarón la calidad hace aguas. Esta transgresión televisiva de la novela de Stephen King adolece de actores, por lo que recurre a marionetas en escenarios estereotipados.
Pero bueno, pese a esta nueva decepción no pienso abandonar mi renovada querencia al idioma anglosajón, aunque el precio que tenga que pagar sea sufrir malas series en inglés y peores políticos españoles.
Nino Ortea. Gijón, 10-IX-2013.
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