Frank Sinatra: My Way
Sé que mi ausencia de aprecio por lo
que no atrae mi interés suele ser distraída como una presencia de desprecio. Y puesto a ser sincero, amable leyente, la verdad es que habitualmente no me
importa esa confusión. Gracias a ella logro estar tranquilo a mis cosas y que
me ignoren los ignorantes que me descosen a mis espaldas.
Pero me fastidia el descuidar de
manera inconsciente a quienes me estiman. Aunque creo que poseo un buen nivel
de empatía –característica que destacan mis superiores en trabajos de atención
al público–, tengo más que comprobado que no descodifico bien las lamentaciones
indirectas ni las verdades a medias. A esta carencia de perspicacia sociolingüística
se une mi falta de mano izquierda a la hora de relacionarme socialmente. El
resultado es que son muchas las veces en las que reacciono tarde –y a
destiempo– ante peticiones/sugerencias/invitaciones encubiertas que me realizan
mis afines.
Unámosle que la migraña crónica que
padezco no es incapacitante, pero sí que resulta aislante. La convivencia me
resulta agresiva en lo sensorial, dado que la mayoría de los olores, sonidos o
luces que nos acompañan al relacionarnos en calles, bares y demás lugares de
encuentro me alejan de los demás. Sufro notoriedad de “raro” por evitar lugares
frecuentados, apenas usar el teléfono móvil o sentarme a contraluz y a favor
del viento.
De ahí que prefiera estar solo a
provocar involuntariamente que, a causa de mi excentricidad, las personas que
tengo enfrente crean que las enfrento. La ventaja de la soledad es que mata lo
absurdo de los tópicos sociales: no tienes que preocuparte por cómo
malinterpreta alguien un acto que no va dirigido a él.
Supongo que es fácil consolarse ante
la soledad impuesta si la concibes tan apuesta como el impostarte de libertad.