Continúo
el texto que comencé ayer.
Hace
trece años Europa afrontaba una ola de calor extremo cuya letalidad provocó
varios miles de muertes –el número exacto de decesos es aún impreciso, pese a
lo avanzado de la ciencia Estadística–.
Durante
aquella canícula boreal escuché a mi amigo Antón vaticinar que no tardaría en
llegar un tiempo en el que las personas de salud frágil temerían más la llegada
del verano que del invierno.
Hace
más de dos años que Antón falleció.
El
tiempo no pasa ni pesa por nuestra amistad inmortal. Hoy, como casi siempre, me
he acordado de él. La amistad verdadera no es una ciencia exacta, es una
bendición. El recuerdo de su amistad resulta refrescante en este tiempo árido
de afecto.