Como resultado del barniz homogenizador que baña al cine de género continental, es habitual en obras de lo más variado el protagonismo de antihéroes o personajes individualistas no muy morales—tomemos como ejemplo Borsalino (1970, Jacques Deray) donde Jean-Paul Belmondo y Alain Delon encarnarían las dos caras del estereotipo—. No es raro el que estos hombretones mantengan un juego de tú a tú con féminas seguras y liberadas, quienes finalmente se comportarán como fierecillas domadas en clara concesión machistas a las sociedades de la época —de las espías de James Bond a las suecas de Alfredo Landa, todas estas amazonas fílmicas tienen en común su debilidad frente a “un hombre de verdad”–. Quizá uno de los ejemplos más rubicundos de filmes protagonizados por aguerridas escasas de ropa y sobradas de maldad, sea Las Petroleras (1971, Christian-Jaque). Donde el tour de force narrativo oscila entre las caderas de Claudia Cardinale y el escote de Brigitte Bardot.
Esta unidad en el protagonismo de individualistas y en la crítica a un sistema que no funciona, favorece la permuta de actores que pasan de lo cómico a lo excesivo sin perder atractivo de taquilla, pues su personalidad transciende a los personajes y lleva a la plena identificación de un público supranacional, que se enfrenta a los mismos problemas en una Europa que da sus primeros pasos de unión política. La gente va a ver la última película de una estrella, independientemente de que sea comedia, drama o tragedia; sin importarle a qué lado de la legalidad se encontrará su personaje. Frente a un star system hollywoodense anquilosado, las coproducciones europeas ofrecen un protagonismo variado a sus estrellas; lo que posibilita el que muchos actores yanquis busquen una nueva forma de reorientar sus carreras a este lado del Atlántico.
