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Mis mejores deseos para ti y los tuyos, amable leyente, ahora y siempre

martes, 3 de mayo de 2011

El príncipe y la corista

Parece ser que la vivienda ideal es aquella con 3 dormitorios, salón 2 cuartos de baño, cocina y Megan Fox de vecina por si se te avecina en plan felina. Mucho dar vueltas buscando la casa ideal, para al final pasarnos más tiempo fuera que dentro de ella y conociéndola superficialmente, con poca luz y pensando en la que no tienes. Algo parecido a lo que hacemos con la vida en pareja.
Salvo Diógenes y Tarzán, todos buscamos un piso exterior orientado al sur; al igual que todos deseamos la paz mundial y ser invisibles por un día –no por toda la vida– ante los ojos de aquella que no podemos dejar de mirar. Nuestra ilusión inmobiliaria no deja de ser un desvarío, ya que nos limitamos a disfrutar de una única habitación y el resto de salas únicamente las pisamos para enseñárselas a los invitados o ir a buscar al gato.

Las soleadas ventanas al sur, sólo sirven para coger polvo, pues nuestro norte lo marca la brújula del televisor. Al cuarto de baño acudimos en momentos de descomposición física o de recomposición estética; y nuestros paseos a la cocina coinciden con lapsos de ingenuidad, en los que confiamos en que la nevera sea un ser autoregenerador que reponga imperecederemanente los perecederos alimenticios. El dormitorio es el lugar donde perdemos las llaves del coche y encontramos las claves de nuestro envejecimiento; y las otras habitaciones constituyen una tierra remota donde varan los pecios de nuestros naufragios consumistas –bicicletas estáticas, libros en estantes, prendas poco estéticas…–. Vivamos en un palacio o en un cuchitril, casi todos sufrimos un trastorno de trapero acumulador que desborda armarios roperos. Otra cosa es si vives en una residencia abunquerada, ahí es cuando Obama manda a sus hombres de negro para que te desaucien y te acomoden en cualquier mar, lago o piscina.

Volviendo a nuestro presente inmobiliario, el actual domus del homo erectus se caracteriza por la conjunción del atrium, el larium y el triclinium en un mismo cubiculum: el televisoris salonium.
El televisor es un gran invento. De mi época de trabajo en un hotel, recuerdo que los clientes enseguida reclamaban si el mando a distancia de la tele no funcionaba; o porque en el canal 7 se veía TeleAsturias y no TeleMadrid. Más tarde, a la salida, era cuando te comentaban que la ducha no cerraba o que una ventana no abría; pero el tema de la tele daba mucho telele desde su inscripción en recepción.
Quizá en esta época de adiciones varias, la más peligrosa sea la catódica de nuestra mesnada; al igual que antaño lo fue la católica de Torquemada. Pues si los unos quemaban a las pelirrojas por brujas, los otros denostan a las peligrosas por pirujas. Hace poco, leí a un ilustrado que consideraba la serie Pippi Calzaslargas, como el producto televisivo más nocivo para su desarrollo emocional. Se nota que el caballero de la triste amargura no ha acariciado en su vida a mujer pizpireta, ni ha coronado cumbres como ¡Ay, qué calor!, Sexo en Nueva York o Noche de fiesta.
El televisor es el gran Satán. Y a sus seguidores nos deberían llamar Legión, porque somos muchos los que andamos endemoniados con sus desprecios. Al igual que nos atrae lo carnal que nos lo pone difícil, siempre nos sintoniza el canal que emite lo fácil. Yo, que durante más de 5 años fui apóstata de la fe catódica y ahora vivo pendiente de los escotes de La Sexta y los recortes de La Uno, puedo asegurar —o incluso cantar como un tuno— que desde que tengo antena de televisión se me ha ido la pena del corazón.
¿Pensáis que exagero? espero que lo que os voy a contar os lo creías sin un pero.


El pasado viernes, 29/4/2011, me había levantado muy nervioso; pues el Instituto Nacional de Estadística publicaba una Encuesta de Población Activa que cifraba el número de redundantes laborales en 4.910.200 personas. En mi situación de desempleado, casi se me queda parado el ánimo, al leer esta noticia en los digitales y escuchar los primeros análisis en las radios. Desconcertado, me incorporé de mi sofá y encendí la tele. ¡Puff, todo era mentira! Los programas de la mañana sólo hablaban de lo alegre que debía sentirme, pues en la pérfida Albión un principito se casaba con una duquesita. Los mismos resabidos que opinan habitualmente sobre la paternidad de Miguel Bosé o la inflación en Oregón, estaban allí, sentados en mi salón, asesorándome sobre cómo debía ir vestido a tal tipo de convite regio o sobre lo honrados que debemos sentirnos los plebeyos al arrejuntarnos con los bellos nobles.

Nadie que duerma en mi cama tiene un regusto más monárquico que yo –pues me bilirubino ante Prince o Queen— así que seguí la retrasmisión con total devoción. Luego, en el informativo de la Cuatro, entre los bises de La Boda y los ecos del Partido del Siglo, tuvieron a bien decirnos que estuviéramos tranquilos, pues la cosa está mal pero a la banca le va bien. De la emoción, me recliné en el sofá buscando entre sus cojines algún resto de comida, ya que lo de levantarse para ir a la cocina es una tortura. ¡Mi próxima casa, la compro con sala americana: cocina, salón y dormitorio en la misma pieza! El caso es que, al agacharme, le di sin querer al mando y me asusté. Allí estaban los del Telediario de Intereconomía, diciendo que se acercaba el fin de los días si no nos exorcizábamos de Zapatero. Por lo visto, hay una ley muy mala que busca que se dé de alta a los que trabajamos bajo cuerda, sumergidos en la infraeconomía. Eso debe de ser algo perverso, pues salió un señor desconocido, un tal Empresario Modelo, quejándose de que como lo obligaban a legalizar a sus trabajadores, no tenía otro remedio que despedirlos. El señor decía sentirse muy triste, pero al estar fumando un puro y bebiendo una copa para intentar animarse, no llegué a verle la cara.

Bueno, os dejo. No me quedo parado. Voy a salir a la calle descalzo, por si a alguna princesa le da por probar si su zapato de cristal ajusta en éste, cuya cara asusta.
¡Contra tanto desempleo, mucho televiseo!
Nino

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