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miércoles, 23 de febrero de 2011

Sentado estaba ya yo



La eternidad del medio curso escolar restante se había convertido en una condena a galeras peor que la sufrida por Ben Hur. Y, a diferencia del auriga, no me esperaba la gloria en El circo de Roma; sino la vergüenza en los pasillos del instituto. Ya de aquella me creía el ombligo de mi mundo, el cual rebosaba de pelusilla de rechazo. A palta de depilación, la solución fue faltar a clase, por eso de oculi qui non vident, Ninín qui non sonrojatus est. Además, de aquella llevábamos meses dando latín; y no quería que mis amigos me dieran la vara con eso de que sabía declinar el hic-haec-hoc y no conocía la alineación del Sporting.
A donde no faltaba era a la academia a la que mis padres me habían apuntado buscando que no volviera a suspender 8 asignaturas cada evaluación. Aquella tarde de lunes, estaba sentado en clase de Nani aparentando hacer unas oraciones de latín que ya había traducido en el instituto. Poco sabía yo que, tiempo después, daría clase en ese aula durante 12 años.
Cerca de las 6 de la tarde, el teléfono comenzó a sonar y noté la alteración en los profesores de la Academia Varela. Se empezó a producir un éxodo de alumnos entre rumores de que un guardia civil había secuestrado a los políticos al grito de ¡Que se sienten, coño! De repente, se abrió la puerta y entró mi madre a buscarme.
Ya en casa, mi padre y hermana estaban sentados en el salón frente a la tele. Por el camino, mi madre había intentado explicarme la gravedad de la solución; pero yo estaba muy contento. Pensaba que, al igual que cuando murió Franco, se acercaban unos días sin clase. Por lo que me evitaría sufrir ante Lebasi y hacer unas gráficas de población para clase de geografía.
En un momento dado, oímos un ruido raro proveniente de la calle. Nos asomamos al balcón y vimos un vehículo acorazado que, tras superar el parque de Los jardines de la reina, permaneció un tiempo parado. Entramos asustados y mi padre hizo una serie de llamadas. Lo vi muy preocupado. Aquella tarde supe que mi abuelo paterno había estado encarcelado durante la represión franquista. Llegó la noche y, tras cenar, todos se sentaron expectantes frente al televisor. Yo me acosté anhelante de prolongar mis lecturas hasta muy tarde, dando por seguro que al día siguiente no iría al instituto.
Valgo para muchas cosas, pero no para adivino. A la mañana, me despertó la voz de mi madre instándome a prepararme para ir a clase. Ni había hecho los deberes ni pergeñado mi invocación nocturna, en la que suplicaba que Lebasi se hubiera matriculado en otro centro. Por fortuna, nos pasamos la mañana escuchando la radio. En la hora de geografía, el profesor me llamó la atención por ignorar los acontecimientos radiados y estar absorto observando el reflejo del Sol en la melena de Lebasi. Todos rieron. Ella se sonrojó. En aquel momento desee poder imitar a los guardias civiles que escapaban por las ventanas de su encerrona en el congreso.
Nino Ortea.

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