Desde siempre me ha gustado contar películas. Es una pasión heredada de mi madre.
Recuerdo cuando le pedía que me narrara las películas que había ido a ver al cine con mi padre. Ella las adaptaba a los oídos y al gusto de un niño, buscando atraparme en su relato. A la vez que no podía evitar transmitir sus sentimientos respecto a lo que había visto.
Recuerdo lo mucho que la impresionaron obras como La profecía o El exorcista. La encarnación del Mal en la infancia era un recurso narrativo que la sobrecogía. De hecho, cuando le pedía que concretara escenas en las que se violentaba a niños, su mente no podía tan siquiera fantasearlas y reconocía que había apartado la mirada de la pantalla.
Recuerdo la fascinación que ejerció en ella la película El padrino. La cual me contó mientras tarareaba por momentos el tema de amor de la película –“Compuesto por un señor que se llama como tú, ¡Nino!”–. A la entrada del cine les habían dado un programa de mano, rojo, donde se recogía la letra en español de la melodía convertida en canción. Me aprendí de memoria aquellas estrofas, y durante años se las canté. Era tal la intensidad con la que me miraba mi madre al hacerlo, que hasta bien entrada mi adolescencia, cuando me preguntaban qué quería ser de mayor, contestaba que “cantante de orquesta”.
Es más, con mi madre ya moribunda, una de sus primas le comentó lo mucho que se acordaba de mis canturreos y que, por algún lugar, tenía una cinta donde me había grabado cantando.
Me gusta cantar, al igual que me gusta contar películas. También me gusta contar mi vida, fantasear con mis recuerdos e intensificar mis ilusiones. El resultado de esta amalgama suele resultar en una plasmación de la realidad distorsionada al capricho de mis deseos. Con lo que no es nada raro que parte de lo que cuento tenga poco que ver con lo vivido, .
Dicen que la Historia la escriben los vencedores. Mis historias las escriben mis emociones.
Niηo