Ante todo una aclaración: no entiendo a los que juzgan una película partiendo de su comparación con el libro que adapta, es algo así como prejuzgar a una persona a causa de los pecados de su padre.La calidad e interés de una película deben de ser analizados en su condición de obra cinematográfica. No como videolibro.
No ha sido fácil el pasaje recorrido por La carretera hasta llegar a nuestras pantallas. Al retraso en su estreno o a sus problemas de distribución, se une la decisión de la productora Dimension Films de aligerar el metraje de la obra, incluso después de haberla sometido al proceso de doblaje. Cualquiera que haya visto en los cines el trailer de la peli, echará a faltar escenas y voces que retransmitían el advenimiento de El apocalipsis.
Pese a todo, nos encontramos ante una embelesante plasmación de la angustia vital de enfrentarnos a Thánatos. Ante una gran producción con hechuras de docudrama, que defiende la importancia de mantener la esperanza cuando no podemos esperar por la salvación. Un reflejo sobre la imposibilidad de creer en un dios padre que deja que sus criaturas se mueran –en esa tierra baldía que parece una elegía de T. S. Eliot–, por lo que hay que crear nuevos dioses que aviven nuestro fuego interior en un entorno helado; y que alimenten nuestro espíritu en mitad de una hambruna eterna.
John Hillcoat firma un filme muy crudo, y respetuoso con la novela de Cormac McCarthy. No faltarán doctos que descubran que el final es más optimista que el de la novela, pero no podrán argumentar que no es coherente con la película. ¿De qué hablamos de Cine o de Literatura? ¿Han leído esos leídos El padrino o Lo que el viento se llevó? Además, encuentro inhumano afear la conducta de quien busca que su dialéctica transmita esperanza.
El mayor acierto de Hillcoat es mantenerse alejado de caminos previsibles. No muestra un amanecer zombi, si no una hambruna que convierte al omnívoro en antropófago. No presenta una caravana de guerreros de las autopistas, sigue a un puñado de muertos en vida que arrastran sus enseres en carritos. El discurso no es maniqueísta: ni se juzga a “la madre” cuyo corazón se desgarra por la responsabilidad de haber traído vida a un mundo muerto; ni se adjetiviza “al padre” que cree que una enseñanza vital para que su hijo viva es enseñarle a suicidarse.
Su narración es ligera, privada de lo superfluo. Alterna devastadores planos generales de naturaleza muerta, con expresivas primeras tomas de humanos activos. Al igual que sus personajes, el director aligera su peso, y aprovecha al máximo las posibilidades del medio. Cada plano cuenta algo, no estamos ante un esteta que busca fotografiar lo imposible. La escena en la que “el padre” se deshace de los pecios del pasado, a los que aferraba sus recuerdos, es demoledora. El festín que supone para “el hijo” beber una lata –caducada hace años– de cocacola, con la que acaba jugando al fútbol, resume la imposibilidad de añorar lo que no se conoce. ¡Vivamos el momento! ¡Carpe diem!
Con el uso de voces fuera de cámara, gritos y sonidos, nos ahorra lo redundante y lo truculento. La voz en off narra, no reitera; y los personajes hablan, no discursean. Quizás cabría esperar más de la música de un anodino Nick Cave en su segunda colaboración con el realizador.
Dentro del cuidado diseño de producción, destaca la macilenta fotografía de Javier Aguirresarobe –alejado del manierismo usado en Los otros, o de la nitidez de Luna nueva– que siempre encuentra una forma de capturar un brillo, una esperanza, aunque sea al atrapar el fulgor mortecino de una hoguera que aleja la obscuridad.
Viggo Mortensen hace un trabajo muy contenido en su papel de Moisés sabedor de que guía hacia un lugar al que no podrá entrar, por los pecados que ha cometido al convertirse en adorador de su hijo. Su lenguaje corporal se acomoda al oral: escueto y firme. Su fuerza está en su mirada.
Robert Duvall, Guy Pearce o Molly Parker se transfiguran por los vericuetos del filme; aunque la más llamativa es la presencia de una Charlize Theron que encarna a una Gea que, al perder la esperanza, se adentra en las profundidades de la Tierra. A la vez que su belleza nos habla de cómo embellecemos los recuerdos de lo perdido. Resulta sorprendente su parecido físico con el niño que interpreta a su hijo.
Tras ver la película, y mientras deambulaba perezoso por la mirada de mi acompañante, no pude evitar empezar a hablarle de mi padre. Lo que la llevó a mirarme con sorpresa, pues no suelo tenerlo en mi boca, salvo para ignorarlo.
Compartí cómo –a pesar de mi edad– seguían sin gustarle mi vivir mi vida, las compañías que frecuento y las sonrisas que me ciegan. Cómo –a pesar de su edad– me hace la comida 3 días por semana, me sigue alertando en la distancia y me intenta guiar en el camino. Para él, sigo siendo ese niño que cada vez que veía un gorrión creía que era un “muciergalo” que me iba a comer.
Novelas como The Road y películas como El camino propugnan que no hay mejor homenaje hacia quien te quiere –esté o no presente– que seguir caminando.
Soy un caminante. Y también les hablo a mis recuerdos todos los días.
Aquí encontrarás mi opinión de la novela The Road.
© Nino Ortea. venyenloquece@hotmail.es Gijón. 10/II/10