Supongo
que con el PERDÓN pasa como con el OLVIDO: son palabras que usamos
habitualmente, pero las sentimos en ocasiones contadas. Por fortuna conozco el
AMOR y desconozco el PERDÓN.
Desconozco
el PERDÓN sentido y sincero, el que resulta de superar un daño irreparable. No
sé si mi vida ha sido fácil, pero sí
que no ha sido dolorosa. Puestos a buscar
culpables de lo poco malo que me
ha pasado, el destino y mi
inconsciencia se reparten las culpas de mis
penares cantados por soleares.
Respecto
a mi inconsciencia, no me puedo perdonar mis actos instintivos; lo mismo que un sacerdote no puede
absolverse de sus pecados. Por lo que afecta al destino, aún está por escribir;
y sería imperdonable que no espere al final de esta representación que
protagonizo para juzgar la calidad de su libreto. ¿Quién sabe la música del
azar que aún le queda por bailar a este danzarín de pies planos?
Así que
a los demás los culpo de que de mí
pasan y no de lo que a mí me pasa. Encuentro inexcusable que
desprecien lo que más aprecio, al igual que me resulta imperdonable que obren según su antojo y no mi capricho. Además, no puedo perdonar
a quienes me hacen daño de manera
gratuita; sus ofensas les saldrían gratis.
Asimismo,
los practicantes del perdón aseguran que éste conlleva el olvido; y ése es un
monte en el que nunca clavaré una cruz. Olvidar conlleva el peligro de volver a
morar en lugares que los ángeles no se atreven a sobrevolar; y, pese a mi tendencia a sobrevalorarme, no soy ningún valiente.
Recordar
es una forma de crecer, de aprender y alejarse del dolor. Si se llama
“juicioso” a quien recuerda que el fuego o el filo pueden hacer daño, ¿por qué
a quien recuerda qué o quién le hizo daño se le denosta como “rencoroso”?
¿Acaso lo inteligente es exponernos al sufrimiento?
Admito
que resulta inevitable que me
decepcione quien traiciona mi ilusión. Sé que no tiene la culpa de que yo le
depositara mi confianza; pero yo sí que
la tendría de volver a hacerlo. El descenso del devocionario de mi afección al bestiario de mi aflicción es una caída en picado, de
la que me recompone el tiempo que
todo lo cura. Así mi corazón se
acompasa, mi estómago se asienta y
la razón me hace comprender lo que
había de quimera en lo que creí un espejismo. No puedo perdonar a quien ya no
aprecio. De ahí que me reafirmo en que
no perdono a los
miserables ni olvido sus afrentas.
Quizá
el pasado no vuelve, pero sí revuelve. Es juicioso asegurarse de que descansa
en paz: muerto y enterrado.
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