Ante su imagen, el capitán Storil se enderezó en su
silla y, al fruncir el ceño, apareció una arruga marcada entre sus negras cejas
despeinadas.
Sisko reparó en el gesto. En el capitán equivalía a
una boqueada, a una increpación susurrada, a una muestra audible de sorpresa.
Storil era vulcaniano, dedicado a la represión de los sentimientos en beneficio
de la razón pura. Como la mayoría de los de su raza, poseía una inteligencia
asombrosa y un grado de control emocional que lo hacían parecer, según los
parámetros terráqueos, frío y calculador. Al principio, a Sisko le había
preocupado que las decisiones del vulcaniano no tomaran en consideración la
moral de su tripulación, mayoritariamente humana; eso fue antes de saber que la
devoción de Storil por la Lógica, no era comparable a su fervor y lealtad hacia
su personal.
La pantalla central parpadeó antes de oscurecerse. En
lugar de la nave borg apareció un rostro. Una cara humana, pensó Sisko en el
primer milisegundo antes de que la imagen se clarificara; pero ya entonces
adivinó que algo iba mal.
–Picard –musitó Storil tras él.
Sisko volvió a observar la pantalla. Era Jean-Luc Picard
en persona quien se alzaba en el puente de la nave borg. Sisko recordaba una
misiva de la Flota Estelar con motivo de la promoción de Picard al mando de la Enterprise
hacía varios años; Picard era uno de los capitanes más reputados y la Enterprise
una de las naves más conocidas de la Flota. Sisko había tenido la impresión de
que era un hombre seguro y digno, y con bondad bajo su dignidad. Sí, era el
famoso capitán de la Enterprise.
Aun así... no lo era. No era humano ni máquina, sino
un monstruoso cruce entre carne y metal. Uno de sus brazos lucía una intrincada
prótesis metálica; su visión había sido aumentada con un foco-sensor que nacía
en una de sus sienes; su tez pálida se mostraba completa y terroríficamente
blanca. La dignidad y la bondad habían desaparecido.
Tras él se erguían varios borg inmóviles, impávidos,
en sus compartimentos individualizados cual celdas de un panal. A Sisko le
invadió la imagen mental de insectos de colmena sin voluntad que segregaban
coladas de metal, con las que envolvían a Picard en un capullo de maquinaria.
Si aún guardaba algún resquicio de su yo como Jean-Luc
Picard, el híbrido entre hombre y máquina no lo mostraba. En el foco-sensor
parpadeaba una luz roja, se movió lentamente para estudiar a los humanos con
una viveza tan vacía, tan infinita y tan fría como el espacio.
Si ese era el destino que los borg guardaban para la
tripulación de la Saratoga, Sisko prefería caer luchando.
–Soy Locutus –la voz era la de Picard,
pero sonaba chirriante, exánime y carente de entonación–. Serán asimilados. La resistencia es fútil.
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