¡Qué
tiempos aquellos en los que estrené mi primer chándal! Me creía Roqui. No, el marciano no, el estaloniano.
Yo le
había insistido y persistido a mi paciente madre para que me comprara un
conjunto amarillo. Pero no del color del tractor, sino como el pijama que lucía
Brusli en la peli Juego
con la muerte. A tal fin había hecho campaña junto a mi geiperman enmonado en ocre, a cuyo
uniforme le había pegado unas tiras de cinta aislante negra, para convencer a
mi reticente madrescente de aquello
de que el amarillo era mi color.
Una
vez más fui un pionero, un vanguardista, un dadaista… Luego vendrían Los
Simpson, Raichu y Umazurman; pero entonces sólo mi
geipermán y yo revindicábamos la elegancia de la discrepancia del lucir en un amarillo
tan chillón como mis gritos caprichosos.
Aunque
con mi madre no había tu tía que valiera cuando decidía algo por el bien de sus
bienqueridos. Y –quizás porque se acordaba de aquella vez en que yo había
rotulado con un carioca negro un anorak azul, para que así se pareciera más al
del capitán Martinlandau de la
teleserie Espacio 1999– en su precaución optó por comprarme un chándal de
algodón gris. Imagino que sería pensando que el negro de mi rotulador iba mejor
con el gris del tejido.
Aquél
fue mi primer chándal. Lo
que hice y deshice con él te lo cuento a continuación.