En
la tarde de ayer se me ofreció, de refilón, participar en una actividad
cultural. Una vez más, quien buscaba beneficiarse de mí solvencia se presentaba
ante mí como un benefactor, y quería colarme su abuso como un acto de caridad.
Si
en la Función Pública no faltan numerarios que (des)atienden al necesitado como
si fuera un pedigüeño, no debería sorprenderme el que en las iniciativas
privadas se nos trate a los apremiados como si fuéramos mendigos, y a cambio de
nuestro trabajo se nos ofrezcan vales de comida, mientras que el dadivoso cobra
en billetes de curso legal.
Tras
cerciorarme de que no entraba en los planes del oferente el pagarme por mi
trabajo, rechacé con vehemencia su propuesta sin mostrar ningún interés por el
qué, cuándo y cómo de la actividad. Me limité a referirlo a serviles que los
dos conocemos y que se sentirían gozosos de ser usados.
El
dadivoso no se tomó a bien mi negativa, e insistió en intentar rellenar el
hueco en su cena laboral sentando a este pobre a su mesa. Para ello no sacó
dinero de su cartera, sino que malos recuerdos de mi pasado: experiencias que
viví como nefastas y que, en su interés desvivido, él evocaba como “grandes oportunidades que desperdiciaste”.
Fue
entonces, y no antes, que me encorajiné ante el dadivoso. Y le hice saber mi
hartazgo –en realidad usé otras palabras, que no considero desmedido haber
dicho, pero sí que sería inapropiado el escribirlas– con gentuza como él, con
miserables que conjugan el verbo “ayudar” cuando en el que piensan es en el
“aprovecharse”, con mentirosos que me tachan de “engreído” por el mero hecho de
no buscar el aprecio de los despreciables.
Ya
en casa, me puse a ordenar carteles de cine nuevos en mi colección –desconozco
el motivo, pero el ordenar objetos que me gustan apacigua mi disgusto–. Entre
las reproducciones que he conseguido últimamente está una de la película Rebeldes
(The
Outsiders), en la que Francis F.
Coppola adapta la novela homónima de Stephen
H. Brurum. Al poco rato estaba muy entretenido mientras volvía a ver la
película.
Una
de las pocas cosas que pido a quienes me conocen es que me dejen tranquilo. Una
tarde en compañía que había transcurrido tormentosa, dio paso a una noche
solitaria tranquila. Está claro que el infierno son los que están de más en mi
tranquila vida solitaria.