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sábado, 8 de agosto de 2009

TdAp: Hijos del Paraiso IV d



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Pero dio conferencias, viajó, montó exposiciones, y vertió todos sus ingresos en la Cinémathèque, mientras que “él continuaba padeciendo gota, tensión alta, y fatiga incontenible”.
Langlois era igual que el viejo Ahab. Tenía una única obsesión: las películas. Quería ver filmotecas en todos los lugares del planeta. Estuvo cercano a tener una Cinémathèque en Norteamérica situada bajo los arcos del Queensboro Bridge, en un palacio de cristal diseñado por I. M. Pei, pero los planes se derrumbaron con la crisis fiscal de Nueva York, y el palacio de cristal nunca fue construido.
Eso no evitó los desplazamientos continuos de Langlois entre París y Nueva York, con ese loco sueño en su cabeza, como si pudiera lograr la financiación con sus jadeos espesos.
Él estaba siempre, siempre, en movimiento.
Hollywood le obsequió un oscar honorífico en 1974.
Él había sido la “conciencia” y el ángel guardián del Cine. Pero Langlois necesitaba un esmoquin para asistir a la entrega de los premios de la Academia. Llegó un sastre a la Cinémathèque para tomar la medidas a Langlois de cara a la confección de su “traje para los oscars”.
Langlois padecía gota, y no se pudo levantar, con lo que el sastre tuvo que tomar las medidas a un Langlois sentado en una silla.
Ni tan siquiera un oscar pudo mantener vivo a Langlois.
Truffaut creía que Langlois murió de gran tristeza.
Ningún hombre, joven o viejo, podía ser el médico constante de su propio hospital para películas. “Su corazón estaba magullado al sentirse impotente: lo que un hombre ha creado solo, no lo puede preservar sin par”.
ADELANTE
© Traducción: Nino Ortea. Gijón, 8-VIII-09.

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