El
avance de la edad me va volviendo rutinario. Pese a mi natural perezoso, cada
vez duermo menos y me levanto antes. Esto hace que los cambios semestrales de
hora oficial me descoloquen durante unos días, en los que me encuentro escaso o
sobrado de un tiempo que –cuando es añadido– hace que entienda a los poetas que
afirman que “quema”; y que –tras serme robado– me convierte en un pragmático
que afirma que es “oro”.
Este
domingo, pasadas las 8 en mi reloj biológico, me levanté. Llevaba más de media
hora de inmovilidad forzada en la cama. Con el sigilo que me permitió mi
torpeza, potenciada por el jugar a la gallinita ciega en corral ajeno, salí del
dormitorio. En ese momento me sentía un intruso en una quimera y no un invitado a un oasis, así que me
encaminé al refugio anti ruidos de la cocina.
Ante
el miedo a que el silencio convirtiera mi corazón en delator, encendí
instintivamente la radio. Oí el comienzo de una entrevista a la viuda de un
asesinado por ETA en el año 2000. Me atrajo la calma y el equilibrio que
trasmitía la voz de la señora, frente al tono enérgico del entrevistador. Ella
relataba su experiencia como partícipe en una acción civil de conversaciones
entre víctimas y etarras arrepentidos. Alejándose del enfoque politizado del
entrevistador, la señora enfocaba sus actos de una manera humanista: hablaba de
lo importante que es conceder perdón ante un arrepentimiento sincero. Se
reconoció católica y admitió que su fe la había ayudado en ese trance.
Concluida
la entrevista, apagué la radio. Las sentidas palabras de la mujer resonaban en
mi mente. Pensé si mi espiritualidad –rayana entre agnóstico y ateo– me resta
humanidad. No soy de los que se abrazan al credo del “ojo por ojo”; pero sí que
no perdono el daño, ni olvido la afrenta.
Una
sonrisa, que convirtió en sombra el sol de la mañana, me alejó de unos
pensamientos que ahora han vuelto a mí e intento exorcizar con el ritual de la
escritura.
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