Los cumlaudes
en temas emocionales, nos doctorean con lo conveniente que es para los adultos
eso de ver las cosas con la ilusión de los ojos de un niño.
No
tengo nada contra tal afirmación, más allá de que ya no la creo. Al igual que
descreo en la envidia sana y la casualidad persistente. Mi currículum vital es
un manifiesto, en piel sufrida, de que al piterpán eterno lo marcan con la
terna de alocado, raro o inmaduro aquellos que no dan por ti ni un duro.
Pero
no voy a hablar sólo de mi pellejo y su reflejo, sino también de otro espejo
cuya vidriosidad me deja perplejo. Como buen ninocentrista empezaré hablando
primero de este artista, para concluir con lo norteamericainista.
Cuando
era un crío, ya estaba claro que la condición de estudiante no me volvía
diletante. Cada día en el colegio era una jornada de aburrimiento. No
disfrutaba ni en el patio; pues éramos tantos –y el espacio tan escaso– que
parecía que allí también estábamos estudiando –en ese caso para ser sardinas
enlatadas–.
De
esa época de caminatas a desgana, nació mi costumbre de pisar todos los charcos
que me encontraba, de la que intentaba mascar trozos de tiza con los que me
atragantaba. Si Travolta bailaba con
la fiebre del sábado noche, a mi me deleitaba la del martes de mañana, o la de
cualquier día en que una subida de temperatura me bajaba de las aulas.
Como
siempre he sido un nino calmado si me deja tranquilo, los adultos solían permitir que
me sentara a su mesa mientras conversaban: un servilletero y unos palillos,
bastaban para que construyera muñecos con los que jugar. Mi madre prefería
tenerme cerca a que mi torpeza y curiosidad me acercaran a alguna trastada; y a
mí lo de darle patadas a un balón o empujones al que llevara gafas me parecía
una vulgaridad. Así que mientras los demás jugaban en rebaño yo me entretenía
con mi apaño palillero-servilletil.
Recuerdo
oír las voces de los adultos sin escucharlas, para mí eran como un efecto de
sonido en las pelis que me montaba. Sólo les prestaba atención cuando me
ofrecían comer algo o hablaban de “el seguro de enfermedad”. Yo quedaba
maravillado ante la existencia de algo así; y me preguntaba cuándo lo llevarían
al terreno estudiantil.
Con
lo que molaría eso de tener un seguro de enfermedad, que te garantizara que los
días de examen o de entrega de trabajos te pondrías malo y te quedarías en la
cama. No me extrañaba que los adultos le dieran tanta importancia al asunto en
sus conversaciones.
Obviamente,
era imprudente pero no temerario, por lo que sabía que de proponer a mis
padres que me subscribieran un seguro de esos, me aseguraba un castigo. Pocas actividades
les gustaban más que la de ir a la escuela, aunque el que iba era yo. Algo así
como ocurre con los que apoyan el comunismo en Cuba, pero en España viven como
marqueses.
Ahora
en Estados Unidos viven una situación cainita, por culpa del seguro de
enfermedad. Mi idea era escribir sobre la disputa; pero las musas me han
llevado a mi niñez. Quizá la culpa de mis despistes la tenga el exceso de tiza
que comí por eso de ponerme malo para no ir al cole.
¡A
partir de mañana no más Nino!... Me llamaré Rigoberto, que es un nombre con
mucho porte.
Jajajajaja, a pesar de que el tiempo, inexorable, te haya convertido en Don Marcelino, esa memoria episódica te ha hecho rememorar una etapa de tu vida que, en la de todo ser humano debería haber sido y ser muy feliz. Yo, también la recuerdo y, espero seguir recordándola, esa y las siguientes en la evolución de mi vida porque, a pesar de las carencias materiales evidentes de la época, la rememoro con mucho cariño.
ResponderEliminarCreo, es mi opinión que, aún cuando se hayan vivido condiciones muy adversas, hay situaciones, más o menos felices, que se pueden y deben seleccionar, porque ayudan a consolidar el espectro emotivo del ser humano y, al mismo tiempo nos hace sentirnos menos solos, menos vacíos.
De vez en cuando es bueno, sin dejar de ser Don Marcelino, convertirse por unos instantes en NINO. ¡Un abrazu!
Hola, Xuan:
EliminarComparto tu opinión sobre la importancia de una infancia feliz. La mía lo fue, no sólo ahora al recordarla, sobre todo entonces al vivirla. Me entretenía con cualquier cosa y todo lo extraordinario (ir con mis padres de paseo a tomar el vermutillo dominical, que me regalaran un álbum de Asterix o merendar un tigretón) se convertía en fiesta en Ninolandia.
Respecto a mi condición de Don Marcelino, está tan imaculada como mi cartilla militar o el carnet de conducir. Mi intención es la de llegar a anciano sin haber sido adulto.
Gracias por hacerme sentir menos sólo y menos vacío en esta oquedad de Internet, Xuan.
Nino