Ya en el
instituto, los primeros meses no tomaba apuntes. Mientras los demás copiaban lo
que dictaban los profesores, solía mirar por la ventana. Luego dejé de ir a clase,
me pasaba el horario lectivo en la cafetería del centro, tumbado en la zona en
barbecho del patio o en una bodega cercana, bebiendo mistela de porrones que
habitualmente pagaban los parroquianos ancianos a los que había ganado jugando
al ‘tute’ o a la ‘brisca’.
Siempre había compañeros que pasaban sus apuntes a limpio y conseguía que me dieran/cambiaran/vendieran sus anotaciones originales en vez de tirarlas. Pero… no siempre entendía lo que estaba escrito, por lo que era habitual que me tomara “licencias” y cambiara palabras respecto a las dictadas. Era estudiante de última hora ante los exámenes, por lo que muchas veces intuía más que leía lo que ponían los apuntes.
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