A diferencia de los androides, los humanos no nos desactivamos en terrazas bajo la lluvia; pero sí que tendemos a hacer del sentir dolor el último de los estímulos vitales. A diferencia del primerizo Rick Deckard creado por Philip K. Dick para su novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968), estoy observando por segunda vez el desvivir de una persona. Aunque esta vez el proceso se presenta más lento y menos doloroso.
Sentado y en silencio, de mi mano nacen palabras que mueren en mi boca. Sentado y en silencio, escribo. Entre otras cosas, escribo este texto. También relleno informes, solicitudes e incluso un diario de incidencias. También veo películas con sonido, entre otras la ejemplar La balada de Nayarama —Shohei Imamura (1983)—.
Comparto la idea de que cada persona es un mundo imperfecto, como una perla con máculas que nos diferencian y nos hacen únicos. Pienso que cada vida contada es la más apasionante de las historias oidas. Y a mí, que tanto como fabular historias me gusta que me las cuenten, me duele asistir a cómo una voz va dejando de relatar la suya. Con el tiempo me descubro haciéndo —con mi garganta y manos— eco de frases que eran de otros y ahora resuenan mías.
Ahora, sentado en silencio en el mirador de mi casa, frente al jardín de mi infancia, me siento un devorador de mundos. Alguien que hace suyas vidas ajenas para convertirlas en voces cercanas. Alguien a quien se le indigesta el amargo de las despedidas, pues no asimilo las ausencias. Alguien que desea que sus palabras resuenen en otras bocas cuando YO ya no las diga.
Es tiempo de escuchar.
Nino