Más bien me parezco al Gregory Peck de Recuerda (Alfred Hitchcock, 1945), que intenta no despeñarse en las pistas de nieve donde otros se deslizan con seguridad. Mi amnesia para con lo congruente, hace que cada uno de mis movimientos se base en esquivar las gigantescas bolas de nieve en las que avanzan los demás. Ellos van tan rápidos y yo tan lento. Ellos siguen un rumbo marcado y yo me limito a caminar.
Pero no quiero que me engullan. No quiero amalgamarme con principios que interiorizo como bajezas. No quiero dejar que la inercia de la “madurez” me impulse por la cuesta del “sentido común”. Ya he visto esa película. La recuerdo. Al final alguien muere… ¡No, al final alguien es asesinado!
No quiero formar parte de esa bola de nieve. No entiendo cómo, en vez de optar por ser piedras que trazan un camino, hay tantos que dejan que el alud de la vida los engulla; y se convierten en cantos rodados tras una erosión que los deja sin brillo. Al volverse quebradizos, el aluvión vital los dejará tirados en cualquier zanja de ese camino que no quisieron trazar. Y, convertidos en guijarros, un simple chaparrón los hará desaparecer en el fango.
Ya que el destino que nos espera es el mismo —seamos bolas o esquivantes—, por lo menos lleguemos a él en coherencia con nuestros sentimientos. Peleemos por lo que queremos y defendamos lo que sentimos, más allá de los dictados del sentido común. Más cerca de donde nace el arcoiris.
Muchas veces nos dolemos de que la vida no es justa; pero en vez de quejarnos podríamos intentar coordinar en lo posible el lenguaje de nuestro corazón con la acción de nuestras manos. Y es que acaso lo injusto no es el que una desgracia te arrastre, sino el dejar que la cotidianidad te engulla.
Esperar que el tiempo te haga justicia tiene un mucho de ilusorio y un demasiado de desesperante. Y más cuando debes esperar a que ese trato equitativo provenga de la Legalidad vigente; pues si bien las leyes cambian, su inhumanidad es inmutable.
O eso creía.
Ayer domingo, durante la relectura de prensa atrasada, me llevé una lección de humanidad y persistencia al leer las declaraciones de una madre. Doña Juana, en vez de soltar los perros de la rabia y la frustración, agradecía el que un mudo por cobardía hubiera recuperado el habla, tras veinte años silente. No leí de su boca, ni de la de su marido, arrebatos de ira; sino peticiones de Justicia. No para ella. Sí para su hijo Antonio, lo mejor de ella.
Pese a todo lo sufrido , la familia Meño ha permanecido unida. Ha clamado por Justicia, ha luchado contra mentiras y cobardes. No ha hecho caso a quienes les aconsejaron que fueran razonables y sensatos. No aceptaron lo sufrido como “una de esas cosas que pasan”. No dejaron que el dolor pudriera su sangre. Involuntariamente nos han dado una razón para mantener viva la esperanza. Las cosas pueden cambiar, pero hay que esforzarse para conseguirlo.
Quizá mi madre no estaba tan equivocada y puede que el William Shakespeare que cito al principio sí que lo estubiera. Quizá pueda adaptar su acierto a mi carácter. Quizá ha llegado el momento de dejar de hacer ruido e ir a sacudir las nueces. A mi manera, a mi ritmo. Quizá escribir sobre ciertas cosas es sólo el primer paso, pero al menos me sirve para esquivar a una bola de nieve a la que no puedo enfrentarme.
La vida es un tejado resbaladizo. No sería justo quejarnos de su condición deslizante; pero sí es justo lamentarse de que nadie te echa una mano para evitar que te precipites al vacío.
Supongo que para eso están los amigos.
Me gusta crer que soy amigo de mis amigos.
Nino Ortea
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