Los recursos de la mente son curiosos. No falta quien afirma que negamos aquello que más nos importa. Algo parecido a ese paso del amor al odio con el que evitamos despeñarnos en los abismos del desamor. Y es que, quien bien te quiere, te hará llorar. Por eso a mí me gustan las malas. A falta de lágrimas me hacen derramar sudores. Aunque no sobra quien está dispuesto a saludarnos con una palmadita en la espalda justo cuando funambuleamos por esas angosturas quebradizas.
Al igual que pueden pasar menos de 5 minutos antes de que pillemos humeando al doctor que nos acaba de demonizar por nuestro vicio de fumar; no es nada raro —y esto os lo asegura un anómalo— encontrarse con que los que proclaman su cordura a base de cuestionar la ajena, lo hacen desde la boca del desquicie. Con lo bien que está uno creyéndose un napoleón, son legión los que disfrutan tratándonos como a una moneda devaluada. Pues nuestro ánimo es tan fluctuante como el “euro”cuya implantación ha sacudido a Europa, como si fuera ese “torito blanco” que conmocionó a la virginal Εὐρώπη.
En un principio la luz de la curiosidad nos hace ver a los jacobinos como ilustrados; pero, pasado el deslumbrón, no tardamos en sentir a las personas tal y como son. Y nos invade cierta tristeza —o quedamos de una pieza— tras descubrir que ni las vidas de los santos fueron ejemplares, ni los gemidos de las pecadoras fueron sentidos. Cuando el trato o el palpo ya no nos desorientan, no tardamos mucho en desembuchar los secretos del burlador. Todo cazador acaba cazado. Aunque siempre hay una excepción. Y la mía fue muy gorda. Cada día más. No sé lo que come.
Otra cosa es el caso de los amigos para siempre. Esos que —entre rumbas y fandangos—nos sermonean, arengan o predican siempre que nuestra autoestima abdica. Desde su púlpito y con el pimentón picante de la simpatía desinteresada, a falta de una tapa de cachelos nos regalan una sobrada de consejos. Pero, al destapar la bandeja comprobamos que lo servido no son sugerencias, sino inspiraciones.
Yo soy el primero —llevo 45 años esperando— a la hora de compartir ilusiones sin reparar en las realidades ajenas. En mis dictámenes siempre sé lo que el otro debe hacer; pues en realidad no converso con la intención de volverlo en converso a la esperanza. Me hablo en voz alta pues confío en que, a base de repetir mis misterios, se acabe mi rosario vital.
Por eso, me extraña —y mucho— el que algunas personas digan que doy buenos consejos. Es algo en lo que creo aún menos que en las bondades del tiempo.