Mientras que unos pedimos la Luna, otros sólo piden Justicia. Y, como nuestro planeta parece ser la tierra de los imposibles, en apenas 50 años el Hombre ha dejado atrás la Luna y planea colonizar Marte; pero, en más de 20 siglos, aún no hemos alcanzado la Justicia. Aunque no por ello debemos desistir en su búsqueda, siguiendo el ejemplo del infatigable Diógenes; quien, candil en mano, buscaba a plena luz del día la esencia humana.
Hago lo que puedo por mantener viva la esperanza en un futuro mejor. Lo cual requiere, en más ocasiones de las que debería, un esfuerzo pandórico. Mi recurso es centrarme en el presente. Aquí y ahora es cuándo y dónde procuro ser consecuente con mis ideas y amparar con ánimo mis ideales. Aunque por ello —tal y como rezaba la campaña publicitaria— no falta quien me llama iluso por tener una ilusión. Ya sabemos que el ser consecuente con lo que uno cree, suele llevar a que te crean incongruente por hacer lo que sale de ti y no lo que se espera de alguien como tú.
Lo triste es que muchas de esas voces que me animan a aflojar un ánimo confundido con ínfulas, o a desdecirme de opiniones tenidas por censuras, provienen de personas cercanas; incluso de amigos. Acaso ellos, al igual que la encarnación de la Justicia, están ciegos. Puede que, en ocasiones, sean nuestros recelos, inseguridades y frustraciones las que nos llevan a comportarnos injustamente con quien no las comparte. Quizá ha llegado el momento de preguntarme si soy amigo de mis amigos, ya que me quejo tanto de ellos.
“¡Justicia para todos!”, clama Al Pacino en la película homónima de Norman Jewison (1979). Alzo la mano y digo: ¡para mí no! Ni la legal ni la divina. Si es la misma justicia que sostiene el principio de desigualdad sexista, que no me la apliquen. Prefiero la del Talión. Prefiero vivir sin pena ni gloria, a hacerlo al arbitrio de la esa justicia cuyas más altas instancias son meros títeres del capricho político. Ésa justicia que se la destinen a sus hijos. Frente a ellos, al igual que Tyrone Power, yo soy un hijo de la furia.
Power era uno de los actores favoritos de mi madre. El otro lo fue Gregory Peck. Una de las últimas películas que vimos juntos fue Matar a un ruiseñor ( Robert Mulligan, 1962) Como esperaba, al acabar el filme, ella volvió a decirme que estaba segura de que podría ser un gran abogado. A sus ojos, mi sensibilidad, unida a mi tenacidad y facilidad de palabra hacían de mí el mejor de los caballeros sin espada. Como no se lo quise explicar, nunca pudo entender el que fuera tan reacio a estudiar Leyes. Ante mis vaguedades, siempre me decía que podría ser una de esas personas que cambian el Sistema desde dentro.
Al igual que yo, mi madre era una idealista.
En su caso, me idealizaba a mí.
Mi carácter vehemente hace el camino fácil a quienes me denostan por demente. Para mi perdida de juicio no son necesarios 12 hombres sin piedad, basta una palabra a destiempo. Carezco de la calma y capacidad de mesura que requiere la figura de un asesor.
Y sé bien de lo que hablo, pues nunca lo hago con palabras de falsa modestia. Hoy mismo he visto a una persona que trabaja como consejera legal, deplegar una gran humanidad y compartir sentidas sugerencias vitales. Ella es una de las muchas personas que te reconcilian con la Sociedad; aunque no por ello dismunuyen mis recelos frente al Sistema. Ella tiene un nombre: ¡Gracias, María!
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