Quizá esta diferencia nos suene a mitológica. Pero en realidad resuena mundana. Una de las formas más empíricas de comprobar la existencia de estos dos tiempos es tan sencilla como sentarse a aguardar a que suene un teléfono. O a esperar en la sala de un hospital. Como estoy yo ahora. Todo me aburre y todo me cansa —incluso el estar escribiendo este texto—. Y este mismo lapso en el que las horas pasan a deshora, lo recordaré con la brevedad de un lanzamiento a cara o cruz tras el que habría deseado que la moneda cayera de canto.
El Tiempo es variable en su percepción; pero constante en su desgaste. Sobre todo cuando lo único que puedes hacer es desesperarte a la espera de su paso. Aunque en esta experiencia, como en todo viaje, también hay clases. Los hay que viajan como turistas, más pendientes de cuál será el menú en la habitación y si ésta tendrá buenas vistas. Los hay que lo recorren en tercera, incomodados por los remordimientos, el dolor o la desinformación.
Sentado en la sala de urgencias del Hospital de Cabueñes, ya me he cansado de leer y orinar; y empiezo a estarlo de escribir esta digresión. Me pongo a observar al resto de viajeros. Una sala de espera es una atalaya perfecta para fantasear con vidas ajenas. Para preguntarme cómo sería esa cara de lucir en ella una sonrisa. Para adivinar la desunión entre esa pareja que espera junta. Para deducir el cariño o el desinterés hacia el enfermo.
Lo mismo que el aire nos puede helar, el tiempo nos puede quemar.
Para más detalles, pasad al fondo a la izquierda y sentaros. Ya os iré informando.
Nino Ortea.