Me
gustan las historias de supervivientes.
No
entendidas como las protagonizadas por náufragos que subsisten en una isla
desierta, sino las vividas por quienes sobreviven en ciudades superpobladas.
Personas que no se ahogan en océanos de buenismo social ni se diluyen en aguas
del “qué dirán”.
Me
gustan las vidas ficticias de personajes que son como a mí me gustaría ser en
persona: fieles a sus deseos y concesivos con sus caprichos. Por eso me gusta
la teleserie Hannibal.
Estamos
ante una teleserialización de trasuntos protagonizados por algunos de los
personajes creados por Thomas Harris
para sus novelas sobre Hannibal Lecter. La serie se aleja con ventaja de las
cinco películas previas ambientadas en el universo del personaje. Aquí no
estamos ante una narración arquetípica sobre la lucha entre el Bien o el Mal, o
frente a un intento de introducirnos en la mente de un monstruo.
Hannibal
nos presenta un mundo en el que los actos atroces son aceptados cuando tienen
marchamo moral y gozan de permisividad social: ingresar a una persona cuerda en
un psiquiátrico o provocar el aborto a una mujer sana, son medidas recomendables
si las firma un doctor en medicina.
Y es
que en esta serie, como en la vida en serio, las respetables filas de la ley y
el orden están engrosadas por personas que hacen en su cargo público una
descarga de sus intereses privados. Los bienhechores
son agentes del F.B.I. que obligan a sus seres queridos a malvivir en
penitencia, sólo por su cobardía ante el dolor que les ocasionaría la muerte de
la persona amada. Son doctores en medicina que quebrantan a sus pacientes, para
así sentirse dioses al remendarlos. Son fiscales preocupados por su carrera
política y no por la inocencia de los acusados. Son periodistas que no buscan
desvelar la verdad, sino vislumbrar la fama…
Frente
a ellos, o, más bien, entre ellos, un Hannibal Lecter docto en Psiquiatría,
maestro en Hedonismo y excelso en Impiedad. Al que todos los demás personajes
acuden, admiran o intentan utilizar atraídos por el cebo de su prestigio
social, la melaza de su aspecto cuidado y el equívoco de sus
modales refinados.
Uno
de las principales tramas argumentales en esta segunda temporada de Hannibal —más
allá de los crímenes y excesos que la articulan, u si se logra dejar a un lado
el pavor y la náusea de algunas de sus escenas— es su reflexión sobre la
amistad como un sentimiento egoísta, fronterizo entre la manipulación y el
engaño. Vivimos en una sociedad de solitarios, en la que nos vemos obligados a
fingir unos vínculos sociales que disimulen nuestra soledad.
Los
personajes se proclaman amigos, celebran con agasajos y con brindis su aprecio,
mientras en realidad están buscando la manera de eliminarse. El sentimiento de
amistad más puro, se muestra en el homicida caníbal que da nombre a la serie.
La imponente presencia del actor Mads
Mikkelsen y su excelencia dramática hacen creíbles los giros de 180 grados
que llevan a su personaje de lo excelso a lo perverso.
Su
Hannibal Lecter encarna la necesidad de amistad más pura. Ese querer que tus camaradas
te acepten como eres y no como aparentas ser. Aunque en su caso, esa revelación
personal suele conllevar el asesinato como tarjeta de presentación. Busca atrozmente
la encarnación del ideal de un “amigo” entendido como un “semejante”; que no un
“igual”; y cree haberla encontrado en el Will Graham sensiblemente interpretado
por Hugh Dancy.
Pero
hay algo en el comportamiento de Graham que lleva a que Lecter ponga
constantemente a prueba su amistad. Sin llegar a entender que ese “algo” está
en su tergiversación del concepto de “amistad”, ya que él no busca que su amigo
se comporte como es, sino como él está seguro que es. Por lo que se siente
traicionado al interpretar como “ingratitud” lo que es simple “independencia”.
La
eutanasia activa como opción de vida, la pasión como recurso para enterrar el
amor, la familia como núcleo de odio… junto con muertes escabrosas, asesinatos
aberrantes, la antropofagia como arte… son algunas de las aristas que componen
la figura de Hannibal.
Teleserie que muestra un bosquejo tan fascinante como enfermizo de nuestra sociedad.
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