Una
de las múltiples ventajas de las “nuevas tecnologías” digitales es que han
abierto posibilidades creativas a personas que, como yo, no son capaces de
hacerse un hueco en el mercado cultural analógico.
Y en
mi caso ese desierto de oportunidades análogas no ha sido consecuencia de una sequía
de ocasiones, ya que ocasionalmente me ha llovido algún trabajo: he traducido
novelas, libros y cómics; he escrito artículos para revistas nacionales o
publicaciones institucionales… incluso he colaborado en la confección de una
gramática para el aprendizaje del idioma Inglés.
Sin
embargo, no he logrado asentar lo ocasional como constante. Desde mi reincidente
experiencia sufrida afirmo que el mayor impedimento han sido actos de dignidad
como querer cobrar por mi trabajo o defender mis derechos de autoría, actitud
defensiva me ha llevado a ser tildado de “ofensivo” por reputados gestores
culturales. ¡Allá ellos y su mal gusto, no por ello me voy a llevar un
disgusto!
Lo
que sí que me fastidia es comprobar que a ¿pre?juicio
de bastantes de mis teóricos iguales, soy un enfermo de egocentrismo, un
pomposo vanidoso, y, sobre todo, un ingrato. Y es que, tal y como dejan muy
claro con su silencio ignorante quienes hasta ayer mismo juraban que mis venyenloquecimientos eran su catecismo; ¿cómo
puedo esperar que ellos se interesen por mis enninaciones cuando no pulso “Me gusta” en sus feisbuqueos de gatitos maullantes o simplezas semejantes?
A
los dolidos por mi egocentrismo, se unen todos los que, por
el memo hecho de llevar años criticándome, aseguran conocerme desde hace mucho
tiempo. desConocedores
que en sus reuniones del club de golf se preguntan despavoridos qué hace un
golfo como yo, un acreditado mal estudiante y redomado vanidoso, poniéndome a
escribir libros en lugar de redactar un pliego de disculpas y remordimientos.
Los grupos
de dolidos y despavoridos se convierten en legión de endemoniados al unírseles
quienes me culpan de haberlos convertido en analfabetos: otrora brigada de autoproclamados
lectores voraces de semanarios y anuarios que, desde el día en que les regalé
una copia impresa y dedicada de mi primer libro, han dejado de hablar de sus
lecturas y no paran de airear su regusto por la cultura ágrafa.
Ante
todos ellos –y los muchos que aquí me olvido, pero saben que están en mi
corazón–, soy un ingrato por no agradecerles que sacrifiquen sus necesidades
lectoras para que así no me haga millonario con los beneficios de las ventas de
mis libros y retome mi vida de excesos.
Pese
a percibir todo su desprendido ardor desanimante, mantengo vivas mis ganas
creativas, que no crematísticas; y es que, parafraseando a mi admirado Horacio Quiroga: no tengo fe ciega en mi capacidad para el triunfo,
sino en el ardor con el que lo deseo.
Y
esto es lo que sé sobre mí a 30/11/16. Gracias amigo lector por tu tiempo de
lectura.
Nino
Ortea