Corría el año 2005, y a mis 40 años me sentía más soltero que entero: tenía el corazón entregado y la mente ausente.
No es que me quisiera casar, pero sí que me desvivía por ennoviarme con una morena de ojos cristalinos y corazón opaco, a la que llamaré Chindasvinta por eso de evitar que se dé por aludida cuando lea esta sacudida de recuerdos: después de todo no estoy escribiendo sobre su realeza, sino que sobre mi torpeza.
Por aquella llevábamos casi un año vinculados por un extraño apaño que nos unía sobre su cama, pero nos separaba ante los de su gama. No sé si éramos víctimas de un pérfido hechizo, del maleficio de un bizco o de su anhelo cobrizo, pero a la luz del día parecíamos la luna y el sol: ella radiante y yo eclipsado. Aunque al llegar la noche de sus días impares, como por arte de magia, me descubría en sus lares y contando sus lunares.
Aquella fue la primera vez, y confío en que haya sido la última, en la que me sentí soez por no decirle “hasta luego” a quien me deslumbraba con un fuego que me impedía ver su juego, en el que me ocultaba como una carta repetida bajo la manga. Aunque creo que sí que adivine su envide, y porfié en que, como tahúr experto, yo acabaría siendo el as en la baraja de aquella reina de corazones.
Pero acumulábamos casi un año de partida y yo sólo había cantado las 40 en edad, no por victoria. Mi ignorante seguía sientiéndome como un capricho, y yo incluso me veía como un mal bicho –ya que ocasionalmente buscaba la dicha efímera en otras sábanas, para acabar volviendo al tapiz del envite de mi fullera–.
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