Desde aquella tarde, y durante algunas noches, me convertí en el amo del juego gracias al matrimonio entre mi habilidad de fabulación y su capacidad de engaño, oficiado en ceremonias de cartomántico engaño.
Y es que, mi engatusada mostró gran interés por mis préstamos tarotistas. Aquella primera tarde, al poco de haber cerrado la librería volví a ella, pues la muy atenta había reparado en que las adolescentes citaban mis aciertos como frecuentes, y ella, áun mozuela, quería saber si en su destino estaba el volver a la escuela como maestra.
De la que volvía a su encuentro con el mazo de cartas, comprendí que aquella era una ocasión para echarle un lazo de sartas: la misma curiosidad que mató al gato, haría mía a aquella aristogata. Tras recordarle a mi embaucada que yo de quiromancia sabía tanto como ella de fidelidad, le aclaré que sólo usaba veintitrés cartas para “mis tiradas” –los ventidós arcanos mayores más el loco–, ya que el destino se convierte en desatino si no ayudamos a que las parcas lo hilen fino.
Ella me miró entre sorprendida y admirada, y yo en aquel momento deseé que me bañara para siempre el azul de su mirada. Comencé a fabularle falacias ante las que ella asentía, cuanto más usaba mi invención, tanto más lograba su atención; por lo que si al principio usé la tirada romaní, acabé recurriendo al hexagrama –que se convirtió en mi favorita, ya que sus siete cartas me permitían fabular un dislate más elaborado–.
A la mañana siguiente, de la que se levantó para despedirme, me preguntó si podía dejarle algún libro sobre Tarot, entonces supe que tenía a la gata en mi regazo.
Fueran varias las tardes en las que más que venir a mi encuentro, acudía a mí en busca de su destino. Nunca supe la razón por la que mis fabulaciones tuvieron tanto eco en su ánimo: después de todo, yo sólo estaba usando a mi favor la información que ella me había dado y la que yo había sufrido. Aunque quizá ahí estaba la razón del éxito de mi sinrazón: lo que le contaba era una manipulación de su verdad. La tachaba de indecisa y antojadiza, de insolidaria y egosita, y ello con el escudo de que quienes se lo decían eran las barajas; para el cierre de la tirada siempre me guardaba un as en la manga, una interpretación abiertamente manipulada de lo que significaba la carta con la que concluía mi tirada –interpretación en la que siempre le ofrecía una solución que la alejaba de sus problemas y la acercaba a mí-.
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