Escribo en serio cuando afirmo que no sé cómo ella llegó a identificarse tanto con lo que le “decían las cartas”, por alguna razón confío en mí cuando era evidente que le estaba mintiendo, y yo me sentí poderoso ante ella.
A día de hoy, sé que abusé de su confianza. Y lo sé por una certeza: en una mañana de viernes, pasados conce días desde el incio de mi juego, fue su hermana la que vino a verme. Me saludó seria y me pidió que dejara de echarle las cartas a su hermanilla, ya que estaba influyendo tanto en la muy pilla que se estaba replanteando muchas cosas en su vida, incluso abandonar su carrera funcionarial aún no iniciada.
Volví a ver a mi embaucada de sábado, los viernes ella solía quedar con su novio, y no llevé mi juego de cartas. No me atreví a confesarle que la había estado engañando con mi inexistente conocimiento del Tarot, así que me inventé otra mentira: le fabulé que me había echado las cartas y la lectura de la tirada me había dejado muy preocupado –algo me inventé sobre que la carta de “el loco” había salido invertida–, por lo que iba a estar una temporada alejado del tarot, pues me estaba obsesionando con eso de predecir el destino, cuando tanto ella como yo sabáimos que la suerte no está escrita en los astros ni es revelada por las cartas.
Nuestra relación no se finalizó aquí –no faltará quien interprete que el hecho de que acabe de escribir sobre ella indica que áun no la doy por terminada–, pero volvió a transcurrir de una manera que a mí me dolía aceptar. Y si hay algo que procuro evitar es el dolor, así que acabé evitándola a ella. Pero ésa es otra historia, y ésta ya ha resultado demasiado larga, amigo lector.
Gracias por tu compañía.