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miércoles, 22 de julio de 2009

TdAp: Hijos del Paraiso III c


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¡Ah, este hombre que se sentaba junto a millas y millas de rollos de películas, se había perdido su verdadera vocación!. Debería haber sido diseñador de escenarios en la MGM...
La familia Langlois abandonó Smyrna durante el asedio de 1922, mientras las multitudes se amontonaban en filas de espera kilométricas y las madres aferraban sus hijos muertos. Un navío de guerra francés los trajo a Marsella. La familia se instaló en París, en la calle Laferrière, en el noveno edificio, una angosta circunvalación no muy lejos de la Plaza Pigalle.
Henri creció en el mítico y ensoñador periodo entre las películas mudas de los años veinte y la llegada del sonoro.
Tenía quince años cuando vio A Girl in Every Port, una de las últimas películas mudas de Howard Hawks, protagonizada por Louise Brooks. Louise lo fascinó. “Tan pronto como aparece en la pantalla, la ficción desaparece junto con la creación artística, y uno tiene la sensación de estar viendo un documental... ella encarna todo lo que el cine redescubrió durante el último periodo del cine mudo: completa naturalidad y absoluta simplicidad. Su arte es tan puro que se convierte en invisible”.



Y fue, en parte, para salvar al cine mudo que este muchacho comenzó su pequeña cinémathèque. En el momento en que llegó el sonoro, las películas mudas estaban condenadas. Su contenido en plata se convirtió en más valioso que el arte que guardaban. Al igual que Louise Brooks, las películas “cayeron en ese agujero negro” que separa al silencio del sonido “y desaparecieron de las pantallas mundiales”, escribe Richard Round en A Passion for Films.
Con lo que Langlois suplicó, tomó prestadas y compró todas las películas que pudo.
Su vida ya estaba marcada antes de dejar el instituto. Este saco de huesos, con sus ojos grandes, enormes, y un alambre de tonel alrededor de su cintura, estaba construyendo el más extraño de los imperios: un archivo de películas que nadie parecía querer.
Junto a otro joven cinéfilo, Georges Franju, montó su propio cine-club, Le Cercle du cinema; alquilando una habitación en los Campos Elíseos, para proyectar producciones mudas todos los viernes por la noche, en una estrecha habitación repleta de sillas que se venían abajo con facilidad.
Los cine-clubs florecían en París. Langlois no se conformó con ser un simple exhibidor, un pregonero de películas. Junto con Franju estableció la Cinémathèque Française en 1936, cuando Langlois tenía veintiún años. Almacenaban sus copias en un edificio abandonado detrás de un asilo para ancianos en Orly, un barrio de París.




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