Querido lector:
Te voy a contar un cuento en el que cualquier parecido con la realidad es puramente intencionado.
La única licencia que me he permitido es cambiar el carácter apócrifo propio de este tipo de relato, e impregnarlo de un personalismo adecuado a mi ninocentrismo.
Espero que te guste.
Como personaje, me cuesta mucho dar final a una historia. Mientras que a otros escritores les invade el pánico a la hoja en blanco, a mí me condiciona el miedo a quedarme atrapado en las páginas de mis relatos, empalmarme a una búsqueda eterna de una forma más expresiva de expresar lo ya expresado. Por eso, en cuanto acabé mi primera novela la he ofrecido para su publicación, pese a ser consciente de que el texto es más bien un borrador. Por eso, cuando acabo un artículo lo suelo colgar tras corregirlo, editarlo y releerlo un par de veces.
Prefiero sonrojarme ante los fallos de lo publicado, a enredarme en lo excelso de lo no publicado.
Como persona, me cuesta mucho dar final a una historia. Habitualmente mi comportamiento a la hora de desligarme de quien no me aprecia es resolutivo, hasta el punto de que puede parecer que estaba esperando una excusa que convertir en razón de mi desazón. Ocasionalmente mi comportamiento es dilativo, hasta el punto de que el paciente Job se desesperaría ante mi inacción.
Culpar a los demás de mi tendencia a dejarme dominar por mis estados de ánimo sería injusto. Soy como soy, el padre de mis ángeles y demonios, y además prefiero evolucionar a cambiar.
Recientemente he llegado al final de un enredo de luz de gas, en el que se habían hermanado mi condición de persona y la de personaje. El final, tal y como yo lo he sentido, conlleva cierta tristeza y mucha sorpresa; pues me ha ayudado a conocerme, al ser ésta la primera vez que me veía obligado a reclamar que se me devolviera lo que era mío.
Ya he vuelto a fabular, pues en realidad fue la segunda.
Hace dos años por estas fechas, ya le había pedido a la misma persona que me restituyera “mis libros”. Acordamos sitio y momento; pero me faltaron las fuerzas para pasar por ellos, pues esos volúmenes eran los pecios de un naufragio emocional que me negaba a admitir.
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