La agilidad de su narración —que hace que en cada uno de los episodios se nos cuente algo nuevo de los personajes, mostrándonos estos algo sobre nosotros mismos—, y su acertado recurso de dotar a cada entrega de una trama que se plantea, desarrolla y resuelve a lo largo de las 22 páginas del tebeo —trama que se engloba en un desarrollo épico secuenciado perfectamente— hacen que alcancemos el final de sus escritos con una sensación de haber vivido una sucesión de odios, amores, muestras de valentía o cobardía, mucho más importantes que el relato heroico que justificó la salida al mercado de las series.
En sus westerns, Ostrander nos ofrece un paradigma de hechos, pasados por el filtro de la ficción, que acaban cobrando vida gracias al impresionante trabajo gráfico de los dibujantes con los que colabora.
Otro factor característico en John es la primacía que le da al entretenimiento. Sus historias son muy visuales, los personajes siempre aparecen realizando alguna acción mientras conversan. Salvo en las escasas situaciones en las que el predominio de la palabra es dramática o temáticamente necesario, deja que el dibujo hable más de los protagonistas que sus palabras.
Los relatos pueden contener información histórica, o tratar sobre temas morales, pero ante todo busca que el lector pase un rato ameno. Esto lo logra al controlar perfectamente la trama de cada episodio; plasmando en ellos un conflicto, que no tiene porqué ser físico, y que se debe resolver a lo largo de la historia. En The Kents, el distanciamiento entre los dos hermanos se plantea mediante un enfrentamiento ideológico: ambos se cuestionan si es lícito enfrentarse a la legalidad vigente, máxime cuando las leyes que combates no te afectan. El hermano que cree que hay que combatir las leyes cuando estas sean moralmente injustas, acaba convertido en sheriff; mientras que el que está a favor de respetar la legalidad se convierte en forajido.