La verdad es que no sé cómo apalabrar las sensaciones que me ha dejado este verano que para mí ha terminado hoy, pese a quedarle casi un mes de casilleo en el calendario.
Sin silbidos ni palmas, mudos de pitos y flautas, estos dos meses han resonado con melodía de pereza. Quizás por estar desnudo de excesos y agasajos, me he arropado con añoranzas de mi infancia. Período durante el que el mismo tiempo que daba para mucho, transcurría muy rápido. De alguna manera, este verano —que me pilla entre cuarentón y cincuentón— me ha vuelto setentero. Y a falta de pantalones de campana y prendas de tergal, me he puesto a bailar el bimbó de los recuerdos.
He revivido aquella etapa de comediscos, durante la que en mi danza en semidesnudez al Sol, el paso de un tema a otro venía marcado por el ritmo semanal de las llegadas de mi padre. Quien los viernes tarde se acercaba a nuestra arcadia vacacional —con su suministro de tebeos y juguetes— desde un Gijón tan lejano como el Thule que evocaba El capitán Trueno.
Sin pasar nada extraordinario, cada día era algo único; al igual que el siguiente o el anterior. Los días veían ralentizado su desperece por la rutina estudiantil de unas mañanas en las que —al diapasón del completar los ejercicios a entregar en septiembre y el estudiar en voz alta para que mi madre oyera que no estaba leyendo un cuento— mi ritmo se aceleraba al compás del “¿Puedo salir ya?” con el que me acercaba a mamá con más curiosidad de la que nunca ha despertado ningún otro saber. Ella me dejaba quedarme un rato a su lado colando la leche hervida, doblando la ropa destendida o tarareándole alguna canción que sonara en el programa Protagonistas.
La buena estudiante de mi hermana podía, para mi envidia, disfrutar en libertad de sus mañaneos. Durante los cuales acompañaba a los vecinos en sus quehaceres —a nuestros ojos, gestas extraordinarias—, se unía a alguna otra familia de turistas en sus excursiones o jugaba a algún juego de esos en los que, salvo ella, todo el mundo acababa sucio y arañado. Mientras mi envidiada se aireaba, yo permanecía enclaustrado, en la que quizás sea la época en la que más cercano me he sentido a la Religión. Por eso de rezar cada mañana por que llegara “La hora del Ángelus”. En cuanto daban las doce, resonaban mis trece de salir de mi retiro.
Aunque, siendo sincero, mi arresto era de tercer grado. Pues el sonido de la bocina que los vendedores ambulantes usaban como reclamo, estampidaba breves escapadas con la excusa de ayudar con el peso. Unos días recadeaba fruta, otros carne o pescado; y en las mañanas con suerte, volvía con algún cachivache comprado a un feriante. Sacamuelas al que, pese a haberme sacado los cuartos, yo veía como un agente espacial que me había entregado un arma con la que salvar al Mundo; o al menos una herramienta para pasarme un buen rato lejos de los libros y cerca de mi madre, a la que le fantaseaba mil usos para aquel plástico moldeado .
Llegado el mediodía, no tardaba medio minuto en subirme a mi bici y ponerme a pedalear, no fuera a ser que mi tutora cambiara de idea y me mandara quedarme a rehacer lo mal hecho. Como me negaba a ir en búsqueda de mi hermana, quien siempre se las arreglaba para hacerse amiga de una legión de admiradores que automáticamente se convertían en mis detractores —y es que donde yo provoco espanto ella desborda encanto— me juntaba con mis amigos invisibles y nos sentíamos invencibles a los lomos de nuestras fieles orbeas.
En mi bici, unas veces cabalgaba por las praderas del lejano oeste y otras por las llanuras de la Europa medieval. Las lagartijas se transmutaban en dragones y el tirachinas en arco. Por esos campos cudillerenses cruzaba, sin marearme, los mares de la imaginación al rumbo del reloj de la iglesia que, cada media hora, marcaba mi vuelta al puerto de mi casa. Sin desembarcarme, con los pulmones henchidos del viento del apremio, lanzaba salvas de voces con las que avisaba a mi madre de que estaba salvo de pupas.
Pese a que no era un nino travieso, la mezcla entre mi curiosidad y mi torpeza dañaba mi entereza. Aquel espacio infinito —lleno de establos por investigar, animales con los que enredar y cuestas en las que no frenar— aparecía cartografiado en mi piel en forma de arañazos, moratones y pústulas del tétano. Como lo de limitar mis aventuras a episodios de media hora no se traducía para mis padres en una temporada de ahorro en mercromina —y mi paladina ya no sabía de qué color sonrojarse ante los vecinos para justificar mi griterío avisador— las mañanas pasaron a largometrajearse en dos horas. Eso sí, mis padres me hicieron prometer que no volvería a andar en bici por la carretera general, a espantar a ningún animal, ni a intentar recuperar el cáliz de la iglesia de Soto de Luiña. El cual yo había convertido en una especie de Santo Grial a rescatar, en mi eterna cruzada contra el cura que me tenía cruzado.
Las tardes solían ser menos mías y más nuestras. Salvo cuando me castigaban tras leer mi cuaderno de ejercicios o por haber arremetido contra alguna norma de sentido común. Ir a la playa, al río o a la hierba —mi aventura favorita, si me dejaban subir a un burro, carro o empacadora— era el prolegómeno a unas tardes en las que solía acabar refunfuñando por eso de tener que ducharme, ¡con lo que a mí me gustaba oler a aventura!
Tras cenar, íbamos al bar-tienda cercano donde mi hermana se ponía a ver la tele. Mi madre charlaba mientras tejía. Mi padre jugaba a las cartas y yo bebía por una paja de un enorme vaso de gaseosa La Panera con limón, mientras tablereaba una batalla a las damas con algún caballero emboinado armado en boca con un palillo, pitillo o cagamento eterno.
Así de sencillos e intensos fueron los veranos de mi niñez. Y así lo ha vuelto a ser este juliagosto que pasará a mi intrahistoria por tres gestas:
* D-Después de 20 años, he puesto burlete a todas las ventanas de mi casa.
* T-Tras 8 años, he dejado atrás el pasado sistematizado en el XP e instalado en mi pc de sobremesa el flamante Windows 7.
* D-Desconectados 5 años y 2 meses, he comprado una antena de televisión.
Por lo demás, en unas cosas bien y en otras mejor. Pero, en general, retomando la sensación infantil de que se acaba un verano que pasó en un suspiro sin que suspirara por nada que no tuviera a mi alcance.
¡C'est si bon, verano de 2010! Te digo tranquilamente adiós. Septiembre trae cambios que llevaba mucho tiempo esperando.
El futuro es incierto. Quizás sea eso lo que lo vuelve apasionante. Todo paseo comienza con un primer paso, al igual que antes de escribir “Adiós” debimos haber dicho “hasta luego”.
Gracias por acompañarme.
¡Salud y suerte!
Nino